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La Tishanila de La Concordia

La Tishanila de La Concordia
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Antonio Cruz Coutiño

A los compas de la Rial Academia de la Lengua Frailescana.

Este es un cuento de espantos de La Concordia, pero de la antigua Concordia, porque en la nueva ya no espantan los muertos sino los vivos. Esto debido a que en el panteón del arroyo El Limonar quedaron los difuntos de la gente, bajo el agua. En el pueblo viejo quedaron sus angelitos, sus ánimas y sus cachudos, y ahora… ¡Ni cómo puedan espantar los pobres, con cincuenta y tantos metros de agua encima! Porque en la vieja Concordia, antes que el gobierno metiera la luz, entre 1969 y 1970, los espantos se adueñaban del parque, de las calles, de los solares baldíos, de las salidas y entradas, de los barrancos, de las bajadas al río, de las pochotas y guanacastones. Desde que se ponía entre obscuro y claro, y hasta que anochecía.

Daba gusto escuchar de nuestros mayores —cuando había luna llena y cuando de obscuro ni los caites se miraban—, oír las travesuras, los espantos y los sangarriones que la Tishanila, el Duende, el Sombrerón y la Cocha Enfrenada le pegaba a los más sobresalidos del pueblo. Igual las historias de cuando el diablo ganaba a la gente, y de cuando se compatiaban con el cachudo, que se contaban a deshoras de la noche. En las esquinas, en las banquetonas y en el parque. ¡Jijuelamocha! La muchachitada hasta se orinaba de miedo cuando ya era hora de agarrar rumbo.

Uno de’stos cuentos les voy a platicar, el de la Tishanila. Igualito como contó la abuela María Antonia, antes de que se muriera. ¡Dios la tenga en su santa gloria! Cuando ya tenía noventa y tres años entrando pa’los noventa y cuatro, aunque según ella, tenía más de cien. Es que era del tiempo de la Revolución… y digo que esta es la Tishanila al modo de doña Mariantonia Cristiani Coutiño, porque igual, cadiquien en La Concordia tiene su propia versión.

Para imaginar a la Tishanila
Y es que se escuchaba pué, que se aparecía en forma de pichita, junto al río o a los arroyos. Que se transformaba en tu novia. Que te daba chance. Que se aparecía juntita en las ancas de tu caballo. Que se mostraba en los caminos sin dar la cara, pero con toda la horma de mujer arrecha. Que se aparecía a los bolos, a los mujeriegos, a los que ya se querían echar a la novia, o ya estaban pensando en robar mujer. Y en especial había historias de que, a los más rasquitas y pendencieros, y a la muchachitada que ya ensayaba con burras y jolotonas, se les aparecía como hembra galana, pero con ojos huecos y hoyudos. Con cara de calavera, o con una pata de buey y otra de gallina, y así por el estilo.

Cuenta pues, la abuela Mariantonia que, en ese tiempo, luego de 1925, cuando ya la matazón entre carrancistas y mapaches había pasado, vivía un señor en La Concordia, con sus dos hijos varones. Se llamaba Eustolio y todos le decían Tío. Era un viejo mapache de pelo en pecho, buena gente, aunque algo cabrón. Era su costumbre tomarle el pelo a los de su cuadría: los tanteaba y se burlaba de los espantos. Que la Tishanila para acá, que la Cocha Enfrenada para allá, que el Sombrerón se la arremangaba y, para acabar pronto, que era padre-más-de-cuatro.

Pero un buen día, por más que se la echaba de ser muy hombrecito, encontró la horma de su zapato. Quiso hacer lo de siempre y se encontró con la Tishanila.

Esa vez, cuando desensilló su caballo —un alazán melado de patas blancas— y le dio larga junto a uno de los naranjillos del parque, en los que años antes habían ahorcado a varios carrancistas, apenas tuvo tiempo de saludar a don Lindoro que vivía enfrente, cuando una muchacha sentada en la glorieta, solita, desconocida y de buen ver, le puso los ojos encima. El Tío Eustolio ni lo acabó de oír —perdón, de mirar— y se le fue encima.

―Al saber qué se decían, si le estaba tratando el punto o, saber qué trato hacían―, contaba después Don Lindoro. Lo cierto es que hasta del caballo se olvidó y agarraron por el rumbo de doña Icsiaria, atravesaron la barrancona de los Aguilares —los panaderos del pueblo— por el rumbo del Puente Viejo, y se fueron pa’los nanchales de San Juan.

Ya estaban a medio monte cuando comenzó lo mero bueno: la cachondiadera. Que sí, cómo no, que esperate, que no seás abusivo, que no metás la mano, que mejor busquemos nanche… en fin, una manotiadera que era gusto. En esas arrechuras estaban, ya el reboso había caído al suelo y el justán había resbalado, cuando el viejo Eustolio fue sintiendo en su lomo las grandes uñas. Vio hacia abajo y… ¡Virgen Santísima! Asustado como nunca, pegó el reculón y mil mentadas de madre le salieron desde el entresijo. Y es que, a pesar de verse galana, piernas torneadas y con árganas bien puestas… ¿Cuál muchachona? Si la que tenía en frente era la vil Tishanila. Los pies en lugar de tenerlos adelante, miraban para atrás, sus trenzas bonitas desaparecieron y el cabello se le hizo un estropajo.

La Tishanila se carcajeaba ja, ja, ja. Brincaba de gusto, coceaba como un animal, se elevaba del suelo, lloraba de tanto reírse, gemía, susurraba, pujaba, le hablaba con voz chillona, le gritaba con voz de espanto y entre tanto le gritaba: “Eje, aja, ojo. Éjele, te engañé, te engañé, cara de mi culo, el pelo te tomé”. El viejo Eustolio mentaba madres, desenfundaba el cuchillo, vidriaban sus ojos y no sabía qué hacer. La Tishanila se iba y se venía, y de repente ni sus polvos. Desapareció.

Al otro día, pero ya no por los nanchales de San Juan, sino por el rumbo de las salinas, como a medio día, a la mera hora del sol, lo encontraron espantados unos baldíos que por ahí tenían su trabajadero. El tío Eustolio seguía mentando madres, blandía su cuchillo como si fuera espada, echaba espuma por la boca y pataleaba contra las piletas en donde se oreaba la sal.

―Don Tolio, don Toyito, don Eustolio, ―le gritaban los caseritos—. Por el amor de Dios ¿Con quién pelea’ste? Le ayudamo. No se valla’ste a quebrar, por vida suya. No nos vallas’te a puñalear, lo llevamos pa’su casa…

A los baldíos les hizo cus cus y hasta se persignaron cuando vieron cómo al mirarlos, don Eustolio nomás una vuelta dio, pegó el somatón en el lajerío y bocarriba quedó el viejo. Se acercaron, se quitaron sus sombreros, lo tastiaron. Creyeron que estaba muerto. ¡Parecía un Santo Cristo!: no llevaba sombrero, enredados estaban sus pelos, su cara parecía rasguñada y sus labios resecos. Sus manos estaban raspadas, sus botines pelados, y su ropa… su ropa ya ni se diga: eran trizas y girones de tela raída. Lo treparon al burrito que llevaban, medio lo amarraron y así, guindado se lo llevaron hasta el pueblo.

Entre tanto, los hijos del tío Toyo sentían el corazón como un arete. Ya lo andaban buscando en el pueblo y no aparecía el caballo, ni la montura… ¡Ni don Eustolio! Lo buscaban por el camino del panteón, por la salida de San Pedro, por los bajaderos del río, por el arroyo del Limonar ¡Y nada! La tierra se lo había tragado. Del viejo nadie daba razón.

Cuando tío Eustolio volvió en sí, sus hijos se espantaron. Tomó agua como un caballo y comió hasta lo del fogón. Lo bañaron con lejía y jabón de olor, lo chochoniaron con agua de epazote, le dieron su purga de miel, morro y aguacatillo, lo curaron de espanto durante quince días y lo llevaron a dar gracias al Señor de las Misericordias. Sólo después de todo este trajín, fue cuando contó, a tinta y papel, ésta, la mejor historia de la Tishanila. Y ya después, cierto o falso, el viejo don Eustolio, se encerró en su casa. Dicen que no comía, que se la pasaba en vigilia y que ya no pudo, o ya no quiso, hablar nunca jamás.

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