Carlos Álvarez
Cuando un hombre es sometido por los principios más inevitables de la naturaleza se apega con mucha más facilidad a cualquiera que sea la doctrina que logre vindicar tantos los progresos de su intelecto como restar demérito a sus pasados errores sin importar la extravagancia de los preceptos, a diferencia de aquellos que examinan sin restricciones y con cierto grado de honestidad la decencia que puede existir en la defensa de cierto postulado o el deshonor que le puede ofrecer la veneración de otros; cierto es que no hay un solo ser que esté libre de la motivación de perseguir lo que más le conviene, y más verdadero es que no hay peor mal para los fines de la felicidad pública y el afecto general por nuestra comunidad que reprobar la fuerza de nuestras ambiciones y el provecho que siempre se guarda en la disputa y la defensa de cualquier pensamiento.
Nadie puede ser pueril con sus pasiones, y rara vez nuestros pensamientos actúan sin indiferencia y con suficiente claridad cuando estamos siendo involucrados en acciones activas. Muy pocas personas tienen la facultad de elaborar defensas y a más de una la parece estúpido defender el humor de quienes admiran. Paul Valéry consideró que nada más natural e inevitable en las transacciones de la razón y la fortuna que tomar aquello que es simple como resultado de una reflexión personal. Confiaría mucho más en la idea de Swift, la cual dice que antiguo principio es tomar como nuestro aquello que nos satisface; lo declaro con todo el ardor que se puede emplear para confiar en alguien acostumbrado a hablar de forma irracional para elaborar construcciones oscuramente racionales.
Valéry no fue enemigo de lo que él llamó la llama de la virtud creadora, pero sí fue suficientemente contrario al papel positivo de la preceptiva en las artes; no tengo el tiempo, el espacio y sobre todo un deseo sincero, de abordar muchas de las ideas del autor; su estética me da la impresión que se trata de un hombre empeñado en actuar escépticamente con cualquier trastorno que la razón general le ha dado la impresión de provocar, y que bajo la opresión de pasiones habituales en cualquier otra persona de cualquier otro oficio, apela con indignación en contra de los preceptos más generales como si desde el día de su nacimiento hubiera estado al tanto del provecho que puede existir en la facultad inventiva e irracional del espíritu.
Nunca he poseído una razón para ser más modesto con errores ajenos, ni menos severo con los míos; he pensado que esta misma fuerza es la que empleamos cuando queremos ser distinguidos por la delicadeza de nuestras reflexiones, y elogiados por lo prodigiosas que pueden sonar las expresiones más laboriosas. Nadie cree que el arte no posea fines; nadie podría declarar, por más ajeno que sea a las artes, que sus fines están relacionados con los objetos del comercio; acostumbrados como estamos a las privaciones y los mayores reveses –en palabras de Humboldt– a realizar sin discusión los trabajos que nos fueron dados por los santos cielos y las fortunas, es imposible no considerar que lo que estamos haciendo es útil para más de una persona, y casi ley inevitable parece apresurarnos a declarar cada vez que nos sea posible que ninguna bondad es más incomparable que la que hemos empleado para realizar el trabajo de modo que solo nosotros pensamos que hemos podido hacer.