Carlos Román García
Empecé a escribir con los elementos gramaticales proveídos por los tres primeros grados de primaria como herramienta; en primero, la maestra Juanita me permitía regresar a mi casa después del recreo o me dejaba deambular solitario en los patios, pues se compadecía de mi aburrimiento en el aula, donde no podía aprender más de lo que ya había pepenado en la calle.
Antes de los cinco años descubrí la lectura de la mano de una profesora sin título, y hube de sumar y restar rápido y bien por exigencia de mi padre, escrupuloso y exigente con las cuentas de sus viáticos de chofer de torton, quien me enseñó también que la honradez era un imperativo categórico, no hipotético y que las responsabilidades evadidas cobran caro.
También restituyó Juanita el libro de lectura que mi descuido dejó en alguna portería efímera de futbol callejero, dándome a cambio otro de educación para adultos, con textos caracterizados por un lenguaje sencillo y solvente, que contenía historias bien elegidas para los lectores que rompían el virgo del analfabetismo, menos inocentes que las contenidas en el volumen extraviado.
Esos dos están entre los pocos libros que quisiera volver a tener en una biblioteca que hago cada vez menor siguiendo a Quevedo, quien aconsejaba un retiro “con pocos, pero doctos libros juntos”, además de El alfabeto contra la diosa, de Leonard Slain; Más allá del deshonor, de James M. Cain, y el Cancionero popular mexicano.
Segundo fue un annus horribilis, pues la joven maestra, muy bella, tomó contra mí una tirria inexplicable y gozaba al jalarme las patillas por faltas que no había cometido. La miopía no diagnosticada me hacía difícil leer lo escrito en el pizarrón y la mentora tomaba a burla mis errores, pues sabía de mi habilidad para descifrar el alfabeto y comprender el significado de
sus signos; quizá a ella le deba mi inclinación al sarcasmo y mi afición a los dichos de quienes lo practican.
Tercero fue de pachanga para todos, porque el profesor lo era de educación física, así que ochenta por ciento de las clases se iba en calistenia y juegos de pelota y el resto en pocas lecciones de lengua nacional y aritmética. Ante mi escasa habilidad deportiva y mi renuencia a participar en los bailables, me fueron asignados el cuidado de los balones, la conducción de las ceremonias y la recitación en los días de efemérides patrióticas.
Mi primer contacto con la poesía de Amado Nervo fue la memorización de aquellos versos de, “como renuevos cuyos aliños el viento helado marchita en flor / así murieron los héroes niños, bajo las balas del invasor”.
Eso y la lectura posterior de varios libros sobre la invasión norteamericana de 1846-1848, preminentemente Apuntes para la historia de la guerra entre México y Estados Unidos, junto con la animadversión manifiesta de mi padre por el idioma inglés, me hizo ostentar cierta postura antiimperialista, menguada por mi renuncia a cualquier nacionalismo y por la noticia, leída en un libro de Schopenhahuer, de que Carlos Marx opinó que lo mejor que pudo haberle sucedido a México tras ese conflicto habría sido el dominio absoluto de su territorio, lo que hubiera acelerado su desarrollo capitalista y sacado del atraso a un país rico, pero aletargado por la herencia del imperio español y los atavismos de la población indígena y la religión católica.
Poco fue lo que los pocos ciclos educativos posteriores añadieron al gusto por la lectura adquirido en la educación básica y quizá un poco antes: la pasión de la maestra Mercedes por el Ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha, que en segundo de secundaria nos hizo leer por capítulos, a manera de radio o telenovela, y luego la revelación del Libro de arena, de Jorge Luis Borges, hecha por Carmen, quien enseñaba literatura en la Escuela Nacional de Maestros y, siendo militante del Partido Comunista, no compartía los prejuicios de su grey contra el autor y autodidacta argentino.
Fue más lo que aprendí en el consultorio de mi patrón el otorrinolaringólogo y oftalmólogo Renato de la Mora, donde había una biblioteca formada con una mitad de libros de medicina y la otra diversa, con literatura –recuerdo especialmente la primera edición de Tomóchic, de Heriberto Frías, con pastas duras verdes y títulos dorados–, historia –con la decena de tomos de la Historia Gráfica de la Revolución Mexicana, con imágenes de los hermanos Casasola–, geografía e incluso un par de libros alemanes de principios del siglo XX, con rubias desnudas en poses propias del expresionismo.
Había además revistas: Siempre, Revista de América, Sucesos, Política, Selecciones del Reader Digest, Contenido e Impacto, que releía varias veces, especialmente los epigramas de Pancho Liguori, las Citas citables, la sección de “Por mi madre, bohemios”, de Monsiváis o las columnas de Manuel Marcué Pardiñas, Renato Leduc, Francisco Martínez de la Vega, Jacobo Zabludowski o el Güero José Ramón Garmabella.
El doctor editaba sus propias publicaciones y, además de hacerme cumplir tareas como llevar el papel o las pruebas de galera a la imprenta, me animó a escribir, cosa que ya había hecho perpetrando algunas rimas a partir de cuarto de primaria, año en que la novel maestra Lilia despertó en mi de manera confusa, y de forma clara en mis compañeros mayores, que los había de 13 o 14 años en ese salón, emociones alejadas de la suma de fracciones, de los volcanes y las montañas de Sudamérica o del uso de la g y la j.
En mi fugaz paso por la preparatoria fui exentando de asistir a la clase de historia, pues descubrí la abismal ignorancia del profesor, que no sabía los nombres de los meses del calendario revolucionario francés: brumario, mesidor, termidor, pluvioso, germinal… que yo le recité delante de la clase ante su estupefacción. A cambio de un módico pago, presentaba exámenes extraordinarios en nombre de otros, lo que hubiera sido razón suficiente para que me expulsaran de la escuela, acto innecesario porque terminé desertando.
De ahí viene posiblemente mi facilidad para servir como negro o ghost writer; creo que plasmar por escrito las ideas o las intenciones de otros que se declaran incompetentes o inhabilitados para hacerlo por sí mismos contribuye a que su pensamiento no se estanque y se beneficie con una comunicación clara que sólo requiere un acuerdo discreto. También he escrito a cuatro o
a seis manos con eficacia, cuando mis pares han ostentado habilidades y conocimientos suficientes como para soltar las plumas al unísono.
En esa época aprendí a tocar, mal, la guitarra y otros instrumentos propios de la música andina o los boleros; opté por Robespierre y Stalin frente a Danton y Trosky, a quienes juzgaba como blandengues y pequeño burgueses, y conduje con Ariel González un cine club que nos enfrentó con los porros, El Muerto, El Huesos y El Payaso, por el uso del auditorio de la preparatoria 7, “Ezequiel A. Chávez”.
Cuando ganamos el pleito quisimos celebrar exhibiendo Cuando pasan las cigüeñas de Mijaíl Kalatózov, así que el camarada Ariel instruyó al camarada Volodia a ir a la embajada de la URSS en Tacubaya para traer las latas con los rollos de cinta. Cuando regresó traía Lenin en octubre de Mikhail Romm y Dmitri Vasilyev, con el argumento de que en esta había arenga y la otra era una historia de amor cuasi burguesa. Fue nuestra última proyección.
Merced a la invitación de Vicente Quirarte, años después impartí una conferencia en la Biblioteca Nacional respecto del archivo de este personaje, sobre quien hube de aprender más allá de la circunstancia de haber sido alumno fracasado de una institución con su nombre.
En los patios del plantel de Calzada de La Viga competí contra El Muerto en una disputa de chistes, que duró de las 12 a las siete de la noche, tiempo en el que fuimos alentados y alimentados por nuestros fanáticos con quesadillas de chicharrón prensado, tortas y boing de guayaba y mango, ya oscureciendo salieron unas chelas disfrazadas y un toque.
Las hermanas Martha y Marcela, una rubia bajita y la otra alta morena, las muchachas más hermosas de la prepa, me buscaban para que les recitara versos, para escuchar viniles de Rod Stewart o para que les dictara la tarea de español, de historia o de etimologías. Ellas fumaban, usaban minifalda, hablaban inglés y eran las mejores alumnas de su salón.
Pipo, un alcohólico veinteañero que huía de su familia burguesa para esconderse en el rumbo de Boturini y La Viga, nos convidaba las cervezas Victoria en El Túnel, una tienda de abarrotes a la entrada de una vecindad de dos patios. Andaba bajo el brazo discos de la Deutsche
Grammophon que hacía sonar en la consola de alguna vecina como música de fondo para leernos pasajes de Nietzsche o de Valle Inclán.
El nihilista borracho tenía una vaga licenciatura en filosofía y cada cierto número de días llegaban a buscarlo y se lo llevaban en carros de lujo, pero luego regresaba limpio y rasurado, con dinero suficiente para paquetes de Alas extra y cartones de cerveza, libros de obsequio y otros discos para reponer a aquellos que le recibían a cambio de una caguama o unos sopes cuando agotaba su estipendio.
Descreía el Diógenes de Boturini de la escuela, un poco a lo Walden, de Thoreau o a lo Emilio, de Rosseau y en verdad puedo decir que en el ágora del patio de la vecindad su enseñanza era más libre y completa que la que había en los salones, donde profesores aburridos y fastidiados de lidiar con adolescentes repletos de insolencia, hormonas y acné, repetían letanías o dejaban tareas –costumbre odiosa y antipedagógica– y lecturas que ellos mismos no habían hecho.
En la Normal, la profesora Clementina, de didáctica, nos dio a leer El fracaso de la escuela, de John Holt, cuyos argumentos han sido capitales para defender mi aversión a los mesabancos, sobre todo la idea de convertir a las instituciones educadoras en una fuente de aprendizaje libre e independiente, que cualquier persona de la comunidad, de la edad que fuere, podría utilizar en la medida que quisiera. Otro libro de cabecera, por cuando enmienda o secunda mis asuntos, es El derecho a la pereza de Paul Lafarge.
En el viejo plantel de calzada México-Tacuba y avenida de Los Maestros, Lilia y Ramiro, profesores de teatro, ambos simpatizantes o militantes del Partido Comunista –a punto de la extinción– y del grupo de stalinistas ilustrados en torno de la revista Estrategia, me hicieron interesarme por su arte y conocer La ópera de los tres centavos, de Brecht; La muerte accidental de un anarquista, de Darío Fo; El gesticulador, de Rodolfo Usigli, y la adaptación del Diario de un loco, de Nikolái Gógol, representada por Carlos Ancira.
Mi compadre y cuñado Alfonso Herrera si fue un exitoso director teatral en los cursos normalistas y puso un par de obras festejadas por su economía de medios y su eficacia estética;
fuimos además compañero de trío junto con Agustín el Ojitos, un hijo de mariachi con oído absoluto que era capaz de repetir el requinto de cualquier bolero con sólo escucharlo una vez, sin haber recibido educación musical formal, aunque siendo apto para leer partituras como su padre y otros músicos populares jalisciences.
Mi amor por el teatro fue breve, aunque ambos maestros militantes me alentaban a actuar e íntimamente sienta que les debo hacerlo siquiera una vez. He pensado hacer un monólogo compuesto por fragmentos de textos que equivaldrían a la cronología literaria de mi vida, de los Cantos profanos de José Ignacio Ruiz de Francisco, a Doulos Oukóon, de José Manuel Briceño Guerrero; de la Oda I, de fray Luis de León, al Relato de Sergio Stepansky, de León de Greiff; de la Suave Patria, de López Velarde, a Nocturno de San Idelfonso, de Octavio Paz; de El profesor y la sirena, de Lampedusa, a Historia del nombre y de la fundación de México, de Gutiérre Tibón. Hay lugar para Bajo el sol jaguar, de Italo Calvino, El loco del zar, de Jaan Kross, y La leyenda del santo bebedor, de Joseph Roth. Mario Galindo y Alvarado u Osvaldo Rata de hule están de acuerdo en dirigirme en dos representaciones.
Una vez soñé que veía puesta en escena La tempestad, de Shakespeare, traducida al tsotsil, en la plaza de Zinacantán, tal como aquellas Bodas de sangre de García Lorca que vertieron al chontal y pusieron en escena en pleno campo tabasqueño y en muchos escenarios formales del mundo. No es imposible que suceda, como no lo fue juntar, después de siglos a jóvenes zinacantecos y chamulas para hacer y escuchar juntos rock and roll en su lengua, en aquel Batsi’fest que armamos con Damián Martínez y Enrique Pérez López.
El azar y la necesidad, que José Vasconcelos postuló como los fundamentos de la existencia humana, me hicieron lector, corrector (deficiente), escritor, editor, bibliotecario, archivista y librero sin título de farmacia, con conocimientos adquiridos de bienes libres, ahora democráticamente al alcance de cualquiera en el Aleph borgiano de Internet. Ahora no hay pretexto para tener a mano, a un clic de distancia, un infinito número de libros y de recursos interactivos para disfrutar de la música, las artes plásticas, la danza y lo que tercie en artes y ciencias. Falta reducir la llamada brecha digital, pero ahora cualquiera puede tomar su propia formación en sus manos y practicar el que debería ser el principal objetivo de la escuela trans mitir la noción de aprender a aprender.
Entre burlas y veras, las dificultades derivadas de mi carencia de capital cultural simbólico me han hecho pensar en la posibilidad de obtener un título en alguna de las modalidades legales que ahora ofrece la secretaría de educación, haciendo una tesis sobre el autodidactismo, forma académica de denominar a la gramática parda, que es la inteligencia natural o aprendida de personas que no cuentan con estudios, lo mismo que la capacidad para salir de dificultades con facilidad, con el uso de argucias y estratagemas astutas