Sr. López
Tío Alfredo, de los de Toluca, era mandón, autoritario y malmodiento. ¡Ah! y mantenía al borde de la miseria a la estupenda tía María Luisa, libanesa ella, y a sus cinco hijos, hasta que la tía empezó a vender comida con tal éxito que al poco puso mesas en la cochera de su casa y luego la abrió completa como restaurante, barría dinero. Y el tío Alfredo, confinado a su recámara, dando órdenes y protestando sin que ya nadie le hiciera caso. Bonito.
Un país, cualquier país, funciona en dos planos de acción, dos ámbitos.
El primero son sus habitantes, dedicados individualmente, en gremios o en organizaciones empresariales, a la miríada de actividades que en sus infinitas combinaciones de intercambio, resuelven las necesidades de las personas, financian los gastos comunes de la sociedad y todo ello sumado, inserta al país en el concierto internacional.
Esas actividades de los habitantes son todo, estudiar, cuidar del hogar, producir bienes y servicios, crear obras artísticas, participar en la administración de lo público, todo es todo. El intercambio es la interacción entre la gente y el comercio de lo que producen, el señor que hace tacos para vender y la señora que los compra, el que fabrica coches y los que los compran, el estudiante que aportará conocimientos para el bien común y el desarrollo, el artista que enriquece la vida de los demás. Los gastos comunes son eso para lo que se pagan impuestos. Y de la suma de todo esto, dimana la presencia de cada país ante los demás pues, con todo respeto, no son lo mismo en el mundo Haití que Alemania.
El segundo plano que opera en simultáneo con el anterior, es su gobierno, responsable de unas cuantas pocas cosas de enorme complejidad. La seguridad común, aplicar las leyes siempre igual a todos y en casos de excepción, hacer aquello necesario para el país que no atiendan sus habitantes (un ejemplo: la actividad diplomática).
Los humanos en general no son suicidas ni abúlicos y lo normal es que cualquier sociedad sea productiva y se organice. Desde los grupos más primitivos hasta las más sofisticadas sociedades, la gente le cumple a la vida, trabaja, aporta, se relaciona positivamente con los demás y dispone su manera de gobernarse.
Hay quienes sostienen que la sociedad depende de sus gobernantes, siendo que la historia prueba el exacto opuesto: son los malos gobiernos los que dislocan a la sociedad, frenan su progreso y hasta dominan la vida de los individuos en su beneficio de grupo y perjuicio de la mayoría; en tanto que los buenos gobiernos acompañan los empeños de la sociedad a que pertenecen, elaboran leyes acordes a sus usos y aseguran condiciones que coadyuven a la convivencia general.
Un buen gobierno no explica el progreso de una nación, no, eso es mérito de la sociedad. Un buen gobierno propicia, favorece el buen desempeño de la sociedad; dicho de otra manera: un buen gobierno no estorba. En tanto que los malos gobiernos patrocinan tragedias, discordia y en el peor extremo, causan de revoluciones.
Todo lo anterior a brocha gorda, que son temas tratados en rimeros de libros. Pero baste para plantear que la humanidad dentro de algunos milenios será gobernada por sí misma con unidades de administración pública, mínimas tendiendo a cero. No coma ansias, dentro de algunos milenios. Sin dejar de advertir que ya hay un primer atisbo en esa dirección: los órganos autónomos que no dependen del gobierno, son constitucionales y en el caso de México tienen igualdad jurídica ante los tres poderes (Ejecutivo, Legislativo y Judicial), constituyendo una instancia imparcial de control del gobierno, impidiéndole ser juez y parte en asuntos de la mayor relevancia como los derechos humanos, la procuración de justicia, las elecciones, el acceso a la información pública y otros. Por eso le sacan ronchas al Presidente López Obrador, quien concibe su cargo como ese poder absoluto constitucional y metaconstitucional -e ilegal- del priismo imperial ya para siempre ido. Por eso ha hecho maromas para controlarlos, con magros resultados prácticamente nulos, a excepción de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, lo que lo pinta de cuerpo entero.
Ese presidencialismo a ultranza del pricámbrico clásico, debemos aceptar que era necesario, con el país saliendo de un siglo XIX en que de milagro nos quedó país, entre luchas internas y rebatiñas por el poder que nos llevaron a perder más de la mitad del territorio nacional y al iniciar el siglo XX, una revolución que no fue eso sino una guerra civil entre generalotes, caciques y bandoleros, y otra religiosa, la cristiada, que dejaron a México bañado en sangre, descoyuntado, con la mayoría de la población en el abandono y una pobreza escandalosa. Todo se tenía que hacer y se hizo (el “milagro mexicano”), no eran momentos de andarse con escrúpulos éticos ni políticos. Una presidencia hercúlea era necesaria, sí, pero no era para siempre y no fue para siempre.
Ya no hay un partido hegemónico ni lugar para la presidencia absoluta. Es estéril el empeño de resucitar un régimen que tardó de más en estirar la pata. La historia nunca se repite. Nunca.
Así, ahora, se notan más los defectos de nuestro sistema político, nuestro gobierno, pero no es recomendable que nos entren las prisas por cambiarlo radicalmente. Parece que sí urge, parece que estamos en una muy negra noche, pero es parte de un proceso y no hay que arriesgar lo seguro por lo probable. Este gobierno de la 4T no sabe que, lejos de haber llegado para quedarse, es una lección que difícilmente olvidaremos los del peladaje: la ley sí es la ley (y no se puede entregar el país a la voluntad, manías y extravagancias de un solo hombre).
Contra viento y marea en lo general, las instituciones y organismos han funcionado. La excepción de siempre es nuestro Poder Legislativo, con los legisladores del partido del Presidente, siempre a su servicio. Y la solución no es difícil: voto secreto de los señores legisladores. Y entonces sí, a dejar de joder al país.