Querida Mariana: una de mis vecinas siempre recomienda comprar en los mercaditos del pueblo. Ella compra en el llamado Mercado de los productores. En redes sociales sube fotografías de las frutas y verduras que compra. Ella es una mujer sabia, siempre compra frutas de temporada, frescas y baratas.
Mi mamá y yo vamos al mercadito del Cedro (ya están construyendo instalaciones adecuadas). En un espacio llegan personas de comunidades rurales. Este fin de semana fuimos y mi mamá compró unos elotes bien tiernos, yo compré dos chiles siete caldos (sólo dos, porque vos sabés cómo pican); ella compró ejote, acelga y cuatro betabeles (cada uno a cinco pesos, bendito Dios. Dirás que soy un mamila, pero siempre se extravía el nombre del betabel en mi mente y aparece el de remolacha, no sé el porqué); yo compré tortillas hechas a mano, ¡ah, qué delicia!, me encanta comerlas con pepita molida. El mercado está en una calle, los mercaderes tienen sus puestos en las orillas y en medio, los compradores caminamos por dos pasillos.
A mí me encanta el colorido de los mercados; me desagrada la suciedad. En este mercado improvisado, a la entrada hay tres botes grandes de basura, a medio llenar, llenos de moscas y en el bulevarcito donde se coloca la gente de comunidad siempre hay charcos. Espero que en las nuevas instalaciones haya un poco de orden y un mucho de higiene.
Mi mamá compró fruta: peras, naranjas, ciruelas, plátanos (acá les llaman guineos), plátano macho y un melón; yo compré tres aguacates, los disfruto con limón, sal y aceite de oliva.
Uno de los puestos de fruta es atendido por Doña Rosita, cuando nos acercamos ella sonríe y saluda a mi mamá: Doña Hilda, buenos días. El primer día ambas se pidieron los nombres, se hicieron marchantes, se hicieron amigas. No he visto que tan sana costumbre se dé en los supermercados. Doña Rosita busca los mejores mangos para mi mamá, si ésta elige una fruta dañada se la cambia. Al pagar, Doña Rosita elige una fruta y dice que es el mojol y la coloca en la bolsa. Ella redondea el costo a favor de mi mamá, si la cuenta son quinientos diez pesos, dice: que quede en quinientos. Ya todo mundo sabe lo que sucede en los supermercados, redondean a su favor. Entiendo que sus protocolos indican que las cajeras deben estar ciento por ciento pendientes de las operaciones. No pueden darse el lujo de platicar, perderían la concentración.
El otro día fui a Walmart y preferí hacer uso del nuevo servicio de cajeros automáticos, toqué la pantalla y comencé a escanear cada uno de los productos que coloqué en la bandeja, al final introduje los billetes, recibí mi cambio y el ticket, ni a quién decirle buenos días y muchas gracias.
En el mercado aún (gracias a Dios) existe la maravillosa capacidad de tratar con seres humanos, con gente nuestra. Perdón, pero los seres humanos de las grandes empresas se comportan como robots, les han colocado corazas en sus corazones.
En el mercado todavía existe el concepto inmutable de comunidad. En Comitán, en los años sesenta, el mercado era el lugar donde no sólo se encontraba la carne fresca en la mañana, también la noticia estaba recién desempacada. Mi mamá cuenta que el refrigerador tardó en llegar a Comitán, todo mundo debía comprar carne fresca e ir al mercado todas las mañanas. Cuando las amas de casa regresaban a casa llevaban la carnita de cerdo recién sacrificado y el chisme de lo que había ocurrido en la población la noche anterior.
Hoy, hasta el chisme sabroso se ha extraviado. En los grandes supermercados se da el contacto humano cuando buscando la botella de ron para compartir con los amigos a la hora del partido de fútbol un compadre aparece en el mismo departamento en busca de lo mismo y la chorcha se da con la riqueza de antaño.
Posdata: nos sentimos de primer mundo cuando vamos a las grandes tiendas, pero, en lo íntimo, reconocemos que lo nuestro lo nuestro es ¡el mercado!
¡Tzatz Comitán!
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