Ernesto Gómez Pananá
Según la filosofía existencialista, Sartre o Kierkegaard, el propósito central del ser humano es encontrarse a sí mismo, crear un significado para su propia vida. Vaya cosa.
Poco antes de cumplir 45 años, enfrenté uno de esos episodios en los que es posible hacer un balance. Detenerse. Voltear atrás y ver enseguida lo que queda por delante. Considerando que llegase yo a vivir 90 años, en 2017 me encontraba justo a la mitad de mi vida. Opté por buscar la respuesta a mis propias preguntas existencialistas.
Como una especie de entrenamiento, emprendí caminatas durante algunos meses. La experiencia por si sola fue violenta y profunda. En algún sentido asombrosa.
Hora uno.
Aquel domingo de septiembre de 2016 inicié mi recorrido hacia el poniente. Crucé la puerta de casa para descender hacia el Boulevard Belisario Domínguez. Lo recorrí completo. La UNACH, la Escuela de Enfermería, el Tecnológico Regional. Así hasta la entrada al Tec de Monterrey. Le seguían La Carreta y La Pochota. El filo de Tuxtla.
Hora dos.
Iniciaba a partir de ahí el distribuidor vial, las diferentes vías que conectan la ciudad. Comencé a caminar en el acotamiento, siempre en sentido contrario a los vehículos.
Es complicado describir la intensidad que se experimenta al transitar a pie esa pendiente en la que avanzaba con mi humanidad mientras de frente recibía el estruendo y la fuerza de tráileres descendiendo a 120 kph y a poco menos de dos metros de mi. Un tráiler, otro tráiler. Un autobús. Otro tráiler de doble caja. La sensación es como de entrar en una turbina.
Hora tres.
El sol quema los brazos y la espalda. Si bien el clima ya es más templado, el sol sigue pegando. Por ahí el olor de un animal en descomposición. El ruido de las suelas sobre tierra, arena, grava. El sonido de una sirena a lo lejos. Voy firme, el cansancio aún no pesa. En tiempo y recorrido voy de acuerdo a lo planeado.
Hora cuatro.
Llego al llamado “Crucero de la Muerte”, la intersección entre las vías al ex aeropuerto Llano San Juan, el Libramiento de Ocozocoautla, el Camino Viejo a Berriozábal y la entrada a Ocozocoautla atravesando por la carretera de la Reserva Meyapac. Pónganse un momento en mis zapatos apreciados nueve lectores. Si atravesar una convergencia carretera en auto -auto vs. auto- suele ser estresante y peligroso, imagínense a pie. Un reto a los sentidos y a los reflejos.
Hora cinco.
Punto de no retorno. Enseguida están los últimos cinco kilómetros en descenso, es la carretera antigua -y sumamente angosta- a Ocozocoautla, por sus curvas se atraviesa el cerro Meyapac. Tomar ese último tramo implica tener que forzosamente concluir la ruta pues en esa zona no hay señal celular, tampoco hay poblados ni gasolineras y tomar transporte es imposible porque por lo estrecho de la carretera, los camiones no hacen parada en la zona. Me sigo. Intenso, caminando con las bestias motorizadas por un lado y el precipicio verde por el otro. Indescriptible.
Hora seis.
Cruzo el umbral de Ocozocoautla. Seis horas. Treinta kilómetros caminando.
Meses después, para llegar a Santiago caminé setecientos kilómetros en 25 días. Esa es otra historia.
Oximoronas 1. Diría un querido maestro y amigo, lo más bonito de todo esto, es lo feo que se va a poner.
Oximoronas 2. Otros diez migrantes muertos en carreteras chiapanecas. Urge mirar el fenómeno migrante con lentes distintos. Y con honestidad.
Oximoronas 3. Mi amiga-hermana Adriana me topó providencialmente en el camino aquel domingo. No hay casualidades.