Querida Mariana: venían muchos niños a casa. Llegaban de diferentes partes. Méndez venía desde San Agustín, subía muchas calles desde su casa, llegaba sacando la lengua. Cuando era temporada de cosecha le daba elotes tiernos a mi mamá. En casa no teníamos huerto. En la casa de Méndez sembraban muchas verduras. Cuando bajaba a su casa me gustaba jugar en el sitio, delimitado con tablones de madera. El abuelito de Méndez ya estaba viejo, no obstante, trajinaba en la huerta, desmontaba, pintaba, recogía piedras, todo en medio del aroma de lima de pechito y de azahar. El sitio lucía siempre limpio. No entendía bien a bien cómo la tierra podía estar limpia, pero así era, el suelo estaba impecable.
Un día Méndez llegó diferente. Su carita tenía grietas invisibles. Mi mamá le preguntó qué le sucedía, Méndez se sentó, puso los codos en la mesa y se dejó ir, su cabeza quedó como un melón enterrado, lloró. Yo no supe qué hacer. Nadie decía algo, sólo se escuchaba el sonido de su llanto, que era como un lamento débil, como si estuviera adentro de una gruta. Mi mamá le dio una taza de caldo de hongos y le dijo: “tomá un caldito, Kalik, te hará bien”. Sólo mi mamá le llamaba por su nombre, todos sus amigos le decíamos Méndez, que era su apellido paterno. A mí, todos me decían Molinari.
Contaban que el abuelo de Méndez creció en la selva, en un aserradero, jovencito lo trajeron al pueblo, para que aprendiera bien el oficio de limpiar la madera, pero ya nunca volvió a su tierra, acá se enamoró de la abuela de Méndez, quien era sirvienta en casa del dueño del aserradero. La abuela, contaba Méndez, era una morochita simpática, no alta ni baja. ¿Morochita? Sí, Méndez comentaba que así le dicen a las morenas en Perú. ¿Perú? Es que su bisabuela era de allá. ¿Cómo llegó hasta acá?, le preguntábamos y él decía que en carreta y de ahí no lo sacábamos.
Méndez dejó de llorar, mi mamá le acarició la cabeza y volvió a invitarlo a tomar el caldito. Méndez se limpió los mocos con el antebrazo, pidió disculpas, jaló el tazón y lo probó. Le vi su cara de alivio después de probar la primera cucharada. El tazón tenía vapor calientito, así calientito imaginé que quedó su estómago. Probó otra cucharada y siguió hasta que lo terminó, acompañado por tortillas calientes que mi mamá le sirvió. Yo ardía en deseos de preguntarle qué había ocasionado su pena, pero la mirada de mi mamá me dijo: “no, Molinari, no, no te atrevás”, así que me puse a jugar con mis dedos, pasaba un índice sobre el otro y luego lo bajaba, así estuve hasta que llegó mi papá. Méndez se puso de pie y, por mero acto reflejo, hice lo mismo. Mi papá sonrió, saludó a Méndez, él también le decía Méndez y luego dijo, como si fuera maestro de primaria, que podíamos sentarnos. Méndez ya no quiso sentarse. Dio gracias a mi mamá, arrimó la silla a la mesa y pidió permiso para que fuéramos a su casa a jugar. Pero ya eran las cinco de la tarde, el sol ya se había ocultado detrás del tejado de la casa. Mi mamá dijo que no, que ya era tarde, que mejor mañana y los dos salimos abrazados. En cuanto salimos del comedor, él volvió a echarse a llorar, caminamos por el corredor y nos sentamos en la banca que estaba cerca de la puerta de mi recámara. Mi mamá nos vio desde la ventana.
Cuando Méndez se despidió ya estaba tranquilo de nuevo. Entré al comedor, donde mi papá ponía la misma cara de satisfacción al probar el caldito que le sirvió mi mamá. Me senté y dije que también quería, mi mamá me sirvió un tazón, lo colocó sobre la mesa y luego puso su mano sobre mi hombro y preguntó qué le había pasado a Kalik. Antes de que yo dijera algo, mi papá dijo que había notado que algo le sucedía a Méndez, que debí acompañarlo a su casa. Nada, le dije a mi mamá, nada. ¿Cómo nada?, dijo ella, nadie llora por nada. Pues él sí, dije yo, y probé el caldo. Mi mamá se sentó, me vio, en su mirada leí lo que pensaba: por algo lloraba, ¿no nos lo vas a decir?, y yo pensé: no lo diré, porque él me pidió que no lo dijera nunca. Al otro día, Méndez llegó y le dio elotes tiernos y un poco de epazote a mi mamá, le dijo que el epazote iba muy bien con el caldo de chikintaj, que así lo preparaba su abuelita y agregó, en paz descanse.
Posdata: no me hagás lo que mi mamá, no me preguntés por qué estaba triste Méndez. Los niños casi siempre estamos alegres, pero hay ratos en que nos ponemos tristes, porque algo pasa con los adultos de nuestras casas. Dicen que la vida es así, que tiene momentos amargos y que cuando aparecen es como una enseñanza. A mí no me gusta ver gente triste, me gusta ver a la gente que ríe, que se abraza, que baila, que se besa.
¡Tzatz Comitán!
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