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Las encrucijadas

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Carlos Román García

Para Alfonso, hermano mayor por elección

En eso años era yo un adolescente confundido, estridente y desubicado –es decir, casi normal– renuente al cumplimiento de cualquier orden sin importar de quien viniera y dispuesto a una vida de vagancia con pequeñas escalas en la escuela, con el único propósito de aparentar que cumplía y honraba así los esfuerzos que hacían mi madre y mi hermana para que estudiara.

En lugar de terminar la preparatoria en el plantel número 7 de Calzada de la Viga y Zoquipa o la Normal en la Escuela Nacional de Maestros, que en ambas estuve, me la pasé mal aprendiendo a tocar guitarra y cantando en las jardineras o en los camiones, Delfines y Ballenas que antecedieron a la Ruta 100, en lugar de entrar a clases; interviniendo en movimientos estudiantiles aunque sin militar en ninguno, por un afán de discrepar que funciona automáticamente en mí, o cometiendo pequeñas tropelías con delincuentes juveniles de poca monta.

Seguí yendo a la Normal después de haber sido dado de baja –me salvé por un pelo de ser expulsado–, porque siempre había ahí alcohol, muchachas, cáscaras de basquetbol, fútbol soccer y americano o pleitos contra estudiantes, porros y activistas de las vecinas escuelas vocacionales del Politécnico, algunos tan memorables que varios de sus protagonistas terminaban en el vecino Hospital Rubén Leñero.

Hice ahí buenos amigos con quienes consumé viajes, idas al cine –especialmente a las funciones en el cercano Museo Universitario del Chopo o a la Cineteca Nacional, entonces situada en la Calzada de Tlalpan y Churubusco–, asistí a marchas, mítines y huelgas estando o no integrado a alguna brigada, como experto en pintas, toma de camiones y boteo con cantada incluida.

La única brigada de larga data en la que participé fue la llamada Stalin II, no por estar precedida de una primera, sino porque nomás la formábamos dos: Jaime el Folcklórico, otro vago que tenía la virtud de tocar guitarra, charango, quena, bombo y zampoñas, la instrumentación completa de la música andina entonces de moda y resultaba inexpulsable de la escuela, pues su papá, oriundo de Xochimilco, era profesor en ella. Le debo el aprendizaje de unos cuantos rasgueos y arpegios de guitarra, de los que no pude pasar aunque intenté después estudiar con partituras de por medio y maestro formal.

Los de la Stalin II simpatizábamos con el grupo Servir al pueblo, donde había maoístas del Frente Popular Revolucionario e incluso seguidores del líder albanés Enver Hoxha, aunque nos oponíamos regularmente a cualquier dirección hegemónica, a grado tal que el comité de una huelga estudiantil, ocurrida en 1978, decidió expulsarnos por haber cometido acciones peligrosas, individualistas e ilegales que ponían en riesgo las negociaciones con la dirección de la escuela y con la SEP.

Al final el castigo se redujo a una simple acotación de nuestras tareas en la huelga por la intercesión a nuestro favor de la brigada de cocina, de la que éramos principalísimos proveedores debido al acopio de víveres, en parte obtenidos de la solidaridad de los locatarios del mercado de la Colonia Santa Julia, que preferían darnos papas o jitomates en vez de escuchar nuestras peroratas, en parte de expropiaciones revolucionarias que practicábamos con destreza. Además, nadie se sabía tantas canciones como nosotros y nuestra presencia en las fogatas de la madrugada era indispensable.

Gracias al Folcklórico conocí a mi compadre Poncho, Foncho como es el hipocorístico común en Santa María Zacatepec, Oaxaca, su lugar natal, pueblo de tacuates, cuya lengua ha sido reconocida como propia y diferente del mixteco hace poco tiempo, siendo él mestizo con indudable ascendencia africana. Vamos a ver a Alfonso, me dijo Jaime, es un compa oaxaqueño que hace teatro y está en el grupo Otilio Montaño (formado por estudiantes afines al PC, cuando esas siglas significaban Partido Comunista).

Alfonso Herrera Peña, su nombre completo, vivía entonces en un improvisado cuarto debajo de la escalera de uno de los edificios escolares, que le prestaba la escuela merced a la intervención de un director que comprendió su situación y omitió la burocracia para apoyar su urgencia de contar con un lugar para dormir. El sitio, limpio y ordenado en su sencillez, no tenía electricidad, se alumbraba con velas o lámparas, pues era oscuro aún de día.

Además de saludar a Poncho, fuimos a su aposento porque Jaime practicaba habitualmente hurtos de comida, que no le hacía mucha falta, pero que evitaba comprar. Le voy a sacar la cena a nuestro amigo, siempre tiene qué comer en su casa. Al llegar y apenas tras el saludo se puso el Folckórico a hacer unas petroleritas, que así le llamaba a las mitades de un bolillo que ponía en el sartén y bañaba con media botella de aceite. Se las comía luego de freírlas sin que a nadie se le ocurriera pedirle un bocado.

Poncho era entonces y lo fue siempre, mesurado y parsimonioso, poco dado a las discusiones bizantinas a las que éramos aficionados los jóvenes comunistas, que no lográbamos ponernos de acuerdo en pleitos que en esos años estaban superados, pues los protagonistas de las guerrillas urbanas o rurales estaban para entonces muertos, amnistiados o desaparecidos, como determinar cuál era la vía correcta para la lucha armada, si la insurrección o la guerra popular prolongada.

Mi compadre, que empezó a serlo entonces, aunque formalizamos el parentesco voluntario años después, cuando fui padrino de bautizo de su hija Fernanda, tenía claro que la oportunidad de estudiar en la Normal era única y acaso irrepetible, así que era buen estudiante, constante y cumplido. Yo en cambio iba apenas a unas cuantas clases, a veces para impartirlas algunas horas, pues un profesor de filosofía me subcontrataba amistosamente para que las cubriera en su lugar en calidad de adjunto informal, harto como estaba de lidiar con muchachos pendejos.

También hacia teatro el buen Alfonso, talentoso para escribir y dirigir las obras, sin caer en el facilismo del realismo socialista o el arte revolucionario y alentado por maestros como Ramiro Reyes, quien me dijo una vez que era una lástima que fuera yo tan indisciplinado e incumplido, pues me encontraba no sé bien por qué ciertas dotes para la actuación. Semejante opinión tenía la maestra Lilia, quien despertó en mi otras curiosidades en cuyo ejercicio me aleccionó con paciencia.

Así que agarramos la costumbre de visitar a Poncho y organizar en su habitación buenas tocadas y cantadas, lecturas de poesía o narrativa, y el Folcklórico y yo paliques y cabeceos con las novias de ocasión. Ante la sobriedad de nuestro anfitrión, nunca llevamos trago ni sustancias prohibidas, apenas nuestras cajetillas de Delicados sin filtro.

A las tertulias se sumaban otros amigos y camaradas, como nos gustaba llamarnos entre nosotros, algunos pescados (militantes del PC) como los hermanos Carlos y Everardo, además de Fernando; feperros (del FPR, vinculado según diversas versiones al Partido de los Pobres, luego PROCUP-PLDP) como el Watusi y el Muppet; incluso un trosko, Enrique, que no cantaba y que tras numerosos intentos dejó de tratar de convencernos de ingresar a la Cuarta Internacional, o músicos apolíticos como Agustín El Ojitos y Martín, un compañero de mi grupo que destripó la carrera igual que Jaime El Acapulco, otro asiduo cuya única intención política era tirar chingazos.

Con todo y su beca, ganada a pulso, Poncho, de buena voz y aptitud para tocar la guitarra más que medianamente, necesitaba más dinero para subsistir, pues desde que cursó la secundaria en Acapulco se hizo ferozmente autosuficiente y recibía de su casa apenas algunas sabrosas vituallas y no dudo que incluso les mandara paga a sus papas; Agustín El Ojitos era un consumado requintista de quien sospecho que poseía oído absoluto por la facilidad con que tocaba cualquier pieza a veces sin conocerla, en cuyo caso bastaba con silbarle la melodía para que la reprodujera con ganancia, además de una amplia educación musical, pues era hijo de mariachi, y no le hacía asco a ganarse unos pesos, y yo, aprendiz de todo y oficial de nada, tenía güiro y maracas y una guitarra en la que podía tocar el círculo de do.

Con ese arsenal nos lanzamos una noche por la México-Tacuba y Ribera de San Cosme, su continuación hacia el Centro, hasta Insurgentes, por la acera sur, y de regreso de nuevo por la norte hasta el Pancho’s Colonial, justo antes de llegar al Circuito Interior, deteniéndonos en cada fonda, restaurante, cantina o taquería, entre ellas la entrañable El Califa de León, para cantar en cada sitio un par de boleros. Yo era el encargado de pedir permiso y de pasar el bote, por ser el menos dotado musicalmente y el de mayor capacidad retórica.

En un café de chinos, cuando hacia sonar la lata ante cada parroquiano, vi de pronto a un viejo profesor que aunque nunca me dio clases, trabajaba en la primaria donde estudié, sobriamente vestido, tal y como me dijo mi prima Enedina cuando supo que iba yo a estudiar a la Normal: ay, primo, un solo traje raído vas a tener. Era delgado, calzaba los anteojos a la mitad de la nariz mientras leía una revista, bebía café y fumaba un cigarrillo. Volteó a verme con sorpresa, pues me reconoció de inmediato. Su sentencia fue breve como todas las que hay calado en mi vida: esperaba mucho más de ti.

Desde el primer grado en la “Acayucan”, ante mi renuencia a participar en bailes, me convertí en maestro de ceremonias o recitador oficial: como renuevos cuyos aliños / el viento helado marchita en flor / así cayeron los héroes niños / bajo las balas del invasor. Decía de memoria esos versos de Nervo u otros de Díaz Mirón, o bien repetía como loro las efemérides del día, lo que me ganaba la admiración y el respeto de algunos profesores y del director Marcos Rivas Galicia, quien aceptó mi ingreso a su escuela a los cinco años y sin acta de nacimiento, pero también la envidia y el odio inoficioso de no pocos alumnos, a los que debo haber aprendido a defenderme a golpes como única manera de evitar el acoso y las madrizas, aunque sin desarrollar nada más que habilidades básicas. El insulto ha sido mi mejor arma.

Al final del recorrido, llegamos al Pancho’s con el bote lleno de monedas y algunos billetes, que cambiamos con las meseras por otros de mayor denominación. Tras repartir el botín comimos pozole y tostadas de pata; Poncho se despidió cuando sugerimos ir a la Las Fabulosas, en la esquina de San Cosme y Velázquez de León. Agustín y yo si fuimos, nos gastamos nuestra ganancia en trago y luego hubimos de cantar a los últimos borrachos, en plena madrugada, para sacar para el taxi.

Tarde o temprano deje de ir a la Normal y de convivir con los amigos que hice ahí, Poncho entre ellos. Empecé entonces una carrera de milusos que me llevó un tiempo a ser dependiente en una librería de Paseo de la Reforma y Niza, mientras intentaba infructuosamente terminar la preparatoria en la Isaac Ochoterena, una escuela privada por el rumbo de La Ciudadela y militaba en oscuros grupúsculos semiclandestinos.

Dejé por entonces la casa donde vivía con mi madre y mi hermana para residir en un cuarto de azotea, por pudor ante la expectativa de seguir siendo mantenido sin mérito alguno y en el afán de tener espacio para hacer lo que me diera la gana.

Apurado por el hambre, algunas noches iba a visitarlas para asegurar la cena. No vivía lejos de su casa, pero la lectura de Todo lo que un revolucionario debe saber sobre la represión me hacía recorrer rutas diferentes cada vez, para evitar una persecución policiaca inexistente.

Una noche de esas, al pasar por una esquina, escuché un chiflido; me detuve y reconocí con mi vista de miope al amigo oaxaqueño. Estaba conversando con una muchacha. De la manera cortés propia de su trato, me pidió que esperara un momento en lo que terminaba su diálogo. Cuando ella se despedía me dijo, mira, ando convenciendo a esta compañera de que se quede con una chamba que voy a dejar, ¿no te interesa a ti?. Era una plaza de profesor en una escuela privada que quedaba en el extremo sur poniente de la Ciudad de México, la paga era mayor de la que percibía yo en la librería Grañén Porrúa y por medio tiempo.

Déjame pensar, respondí; por lo pronto vamos a cenar a casa de mi madre, le dije, sin avisar previamente a la anfitriona en una época en la que no había teléfonos celulares. Caminamos rumbo a la cena imprevista y fuimos recibidos con las suaves maneras de doña Nieves y la sorpresa de Marcela. Cenamos sabroso y suficiente, cosas siempre garantizadas en la mesa materna, conversamos un buen rato y regresamos por el mismo camino.

Dejé a Poncho en su casa y yo me fui a la mía, ya con cita a las 6 de la mañana en el Metro para ir a conocer la escuela y para que me presentara con la directora. Tomamos en Taxqueña un camión rumbo a Contreras, más allá de San Jerónimo y sus residencias. En el camino la radio anunciaba que le habían conferido el premio Nobel de Literatura a Gabriel García Márquez. Me quedé ese mismo día a trabajar y por la tarde fui a renunciar a la librería, ante el disgusto de don Manuel, el dueño, quien luego me dijo, quédate y te doy el puesto de gerente. No acepté.

Esa noche mi compadre Poncho y yo nos encontramos en una encrucijada que cambió para siempre nuestro destino. Meses después él se fue a vivir con mi hermana Marcela, con quien se conoció gracias a esa invitación intempestiva y yo hice lo mismo con Ana, la madre de mis hijos, quien también había sido nuestra compañera en la Normal, tras encontrarla casi cada tarde en el camión que yo tomaba al salir de la primaria y en el que ella ya venía rumbo a su trabajo, en una primaria oficial, pues a diferencia de mí, terminó la escuela. Curiosamente, cuando hicimos el examen de admisión para la Benemérita ENM, fuimos los primeros en terminar entre cientos de aspirantes y ambos pasamos el examen.

Saber qué rumbo nos habrían deparado los hados de no encontrarnos esa fresca noche de octubre de hace más de 40 años. No se sabe. Lo cierto es que nuestras vidas se entrelazaron de tal manera que el murió mientras yo me apresuraba a terminar este texto que ya no alcanzó a leer y que involuntaria, pero indefectiblemente, quedará dedicado a su memoria. En él quiero asentar la admiración y el cariño que profesé por mi compadre, quien fue un self made man cabal y un hombre bueno. Volveré a identificarlo cuando, al pasar por otra encrucijada, escuche y atienda su silbido.

Madrugada del 17 de abril de 2023

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