Juan Carlos Cal y Mayor
En la tradición política mexicana del partido de estado, “el tapado” fue siempre el secreto que el presidente callaba hasta nombrar a su sucesor como si fuera humo blanco. Desvelada la noticia la clase política del país se alineaba en torno al virtual sucesor. A los demás suspirantes no les quedaba más que callar y alinearse estoicamente guardando sus aspiraciones en el baúl de los recuerdos.
El tapadismo ha mutado a lo que ahora se conoce como “las corcholatas”, término acuñado por el presidente con el que destapó abiertamente a su posible sucesor. Presuntamente se guiará de encuestas para justificar su decisión a pesar de que muchos anticipan que su inclinación a favor de Claudia Sheinbaum es más que evidente. Los demás le rezan a su santo en espera de que sucediese algo extraordinario que los colocará de rebote en la sucesión. Los ha aventado al ruedo para posicionarse ilegalmente mucho antes de la elección y sacar con ello ventaja a la oposición. En los Estados han operado bajo la misma dinámica. La encuestocracia es el método para encubrir una determinación que al final tomara solo el presidente.
Se trata en el fondo de garantizar la continuidad de la “cuarta transformación”, ese mazacote sin pies ni cabeza, sin resultados, en este caso añorando a que le sigan rindiendo culto y obediencia como sucedió con el General Calles. Por ello Lázaro Cárdenas lo mandó al exilio para así edificar su culto y construir su propio legado ya sin la sombra del caudillo revolucionario. Se trataba de la reinvención del poder. De enterrar el pasado y estigmatizar tal como sucede ahora y donde la primera víctima fue el aeropuerto de Texcoco sustituyéndolo por otro que ha resultado sin más inservible.
El narcisismo presidencial no tiene límites. No creo que el presidente soporte la idea de hacer mutis y alejarse definitivamente de los reflectores del poder. Su feligresía necesita un apóstol, su sucesor será un monaguillo. Si no intentó reelegirse es porque sabe que pasaría a la historia como un dictador y él añora su estatua. No las tiene todas consigo porque a pesar de los continuos embates, las instituciones aún sirven de contrapeso en nuestro país. Será la sombra de la próxima presidente a menos de que su sucesora decida cortarse el cordón umbilical.
La tradición política latinoamericana veremos está cundida de ejemplos. Díaz Canel, el presidente cubano, es hechura absoluta de los hermanos Castro. Un muñeco guiñol sin luz propia. Solo cuida del pebetero del héroe revolucionario, el camarada Fidel Castro. Lo mismo sucede con Alberto Fernández, el presidente argentino al que nadie respeta en su país. Es la corcholata de Cristina Kirtchner que a su vez heredó el poder de Néstor Kirtchner, su esposo. Los mismos que hundieron a Argentina en la pobreza con esa mezcla entre populismo y corrupción.
Lo de Nicaragua es patético. Cual monarquía tropical, Daniel Ortega tiene a su esposa en la vicepresidencia. Se ha convertido en un vulgar tirano en contra de sus opositores y la comunidad internacional no hace nada para impedirlo. No les importa ese pequeño y pobre país secuestrado por esos malhechores. A Evo Morales no le salió la jugada de reelegirse a perpetuidad, pero logró de todas maneras regresar al poder con su corcholata el presidente Luis Arce.
El mequetrefe de Maduro es la corcholata de Chávez, un émulo fiel a la memoria del fenecido dictador venezolano. Y si las corcholatas como Dilma Russef no funcionan, ahí va de vuelta Lula Da Silva por tercera ocasión en Brasil. Esa es la triste historia de latinoamérica y la razón por la que no prospera a pesar de vasto territorio y sus enormes recursos naturales.
No nos llamemos a sorpresa. El presidente lo está diciendo sin ningún recato. No dejará el poder en manos de los traidores conservadores, de esos neoliberales que han hundido al país. Por eso destruye al INE, solapa al narco y consciente al ejército. Utiliza el poder para perseguir e intimidar a sus adversarios. Dilapida sin pudor los recursos públicos para apoyar a su clientela, su mejor estrategia para enquistar a su engendro a como dé lugar. Es la transformación que tiene atolizados a sus fanáticos como lo hicieron Mussolini, Mao, Stalin o el Führer, los grandes sociópatas de la historia.