Sr. López
Tío Alberto (masón grado 666), “in articulo mortis” con la Parca tamborileando la cabecera de su cama, y tía Luisa, su esposa, hincada a su lado, llorando a mares y con las manos juntas, rogándole a grito pelado que no muriera sin confesarse, haciendo más ingrato el trance de suyo incómodo. Sabedor el tío de que su dulce consorte no lo dejaría finar en paz, aceptó: -Traigan al cura –y volando mandó la tía por el viejo padre Rafael, el de sus confianzas, pero estaba en su partida semanal de dominó en la cantina y no había moribundo por masón que fuera, que lo levantara de la mesa, pero en su lugar envió a un sacerdote jovencillo que llegó con cara de susto. Los dejaron solos en la recámara y antes de lo que toma decir ¡Jesús mío!, salió atribulado el padrecito: -No se quiere confesar –y huyó. Por el propio tío se supo que el curita muy en su papel, sentado a su lado, la estola morada puesta y los ojos cerrados, le preguntó: -¿Hace cuánto que te confesastes? –y tío Alberto, maestro de gramática toda su vida, aplazó ‘sine die’ su muerte y lo despachó después de una muy liberal mentada de madre: -No sabes hablar pero sí mandar gente al Cielo, ¡cómo no! (aquí sigue la mentada) –y tardó en morir, ya sin previo aviso ni cura.
Exagerado dirá usted y tal vez sí, pero en el pricámbrico clásico mexicano así eran las cosas y en la escuela, los agentes de la Gestapo gramatical (los maestros), le marcaban a uno con un círculo rojo cualquier falta de ortografía y al otro día había de llevarla escrita cien veces. Pedagogía en bruto… muy eficaz.
No hace el del teclado la apología del falaz “todo tiempo pasado fue mejor”, porque no es cierto, a menos que alguien sienta nostalgia de cuando los partos eran un albur con la muerte; o que hubiera “enfermedades secretas” que se curaban metiendo una manguera por la vía más corta a la vejiga de los varones, para irrigarla con mercurio (se morían más por el tratamiento que por la sífilis o la gonorrea). Tampoco piensa este menda que la escuela de antes era un Edén, que lo educaban a uno con miedo y golpes, a partes iguales; y ni siquiera idealiza la familia de antaño, organizada en torno a roles de autoritarismo y sumisión, poco gratos; para ni mencionar la religión que se enseñaba con un Dios que tenía listo un Infierno en donde nos asaría eternamente… pero nos quería muchísimo.
Sostiene López que la vida actual es mejor aunque se echan de menos cositas como la taquicardia cuando la novia se dejaba tomar de la mano. Sólo siendo muy piedra se puede negar que la vida de hoy es algo menos fastidiosa que en el pasado, no sólo por los avances médicos y tecnológicos, con sus aparatitos casi mágicos, sino también en cuestiones del orden ético, como que ya sean indiscutibles los mismos derechos de todos, por lejos que esté su pleno respeto.
Pero tampoco se puede considerar que todo lo actual sea mejor que todo lo de antes. Eso, tampoco. La humanidad avanza pero también pasa por ratos de oscuridad y a veces sufre pérdidas (como la biblioteca de Alejandría completa o la filosofía griega que solo por una chiripa histórica, salvaron los árabes).
En plan optimista, hoy en México, estamos en una penumbra cultural y a las claras se nota que estamos en tiempos del triunfo de lo vulgar, lo bajo, lo corriente, lo basto y lo grueso, sobre lo culto, lo refinado, lo elegante, lo fino y las buenas maneras, a tal grado que al decir “fino”, se arriesga uno al escarnio.
Deje en el desván de los trebejos a Aristóteles y Tomás de Aquino; Platón, Plotino e Hipatia que igual no son “best sellers”, Montesquieu, Lampedusa, Spinoza, Kant, Mann, Malaparte, Zilahy, Lope, Shmelev, Paz, Reyes, Arreola, Payno, Cela ni Rulfo; ni “discos de platino”, Wagner, Beethoven, Bach, Orff, Sorozábal, Torroba, Moncayo, Chávez o Revueltas. Con raras excepciones cinematográficas (Mozart y Broschi… Farinelli, pues), lo culto no revienta taquillas, no retaca estadios. La masa, el pueblo bueno, no abreva en esos veneros. Debería preocuparnos.
La ‘Revista de la educación superior’ en su edición de julio-septiembre de 2014 (volumen 43; número 171; Ciudad de México), publicó un estudio coordinado por la Mtra. Rosa Obdulia González Robles, elaborado por un grupo interinstitucional de académicos, titulado “Habilidades lingüísticas de los estudiantes de primer ingreso a las instituciones de educación superior”. Los resultados son de llanto con hipo:
El 65% de los estudiantes que ingresan a la universidad, no conocen bien el idioma español; el 91% no saben ortografía ni acentuar las palabras; el 43.2% no sabe dar forma a un texto -escribir-; el 27.4% no entiende lo que oye; el 41.1% no entiende lo que lee. Sin rodeos: los jóvenes no hablan, ni escriben, ni entienden el idioma español con que se supone los van a educar sus maestros. Y nada fomenta el optimismo para este 2022.
Lo peor es que el estudio no se hizo con jóvenes de la Universidad del Bienestar de Tepito, sino de la UNAM, la Escuela Nacional de Antropología e Historia, el Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE), el Instituto Nacional de Bellas Artes (INBA), el Instituto Tecnológico Autónomo de México (ITAM), la Iberoamericana y la Anáhuac. Sin distinciones de clase ni posición económica: parejo, burros.
Y llegamos al punto: los desatinos, los dislates, las barbaridades de nuestros políticos al uso (con las excepciones que duele sean eso, excepciones), en alguna medida se deben a eso: realmente no hablan español; si leen la Constitución, no la entienden; son incapaces de leer y comprender a cabalidad una iniciativa de ley; y dedicados a cuidar su interés personal, hacen lo que les digan que hagan, votan lo que les manden votar, sin captar realmente qué hacen, qué votan ni cuánto daño hacen.
Lo que explicaría ¡tantas cosas!, como la lista de payasos, cómicos, futbolistas, boxeadores y gandules que han llegado al Congreso.
Nos hemos equivocado, ¡ni una marcha de protesta más!, lo que urge es alfabetizar políticos, sí, hagamos patria.