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Divididos y ofendidos / La Feria

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Sr. López 

Tía Martha era guapa y señora decente; como ama de casa era de diploma y medalla; como mamá merecía aplauso de pie… y tío Ricardo, su marido, ya casi para celebrar sus bodas de plata, la dejó. En una sobremesa, el tío explicó que no tenía queja de ella en nada importante pero que tenía 25 años comiendo dulce cuando le encantaba el chile, de no ver futbol, de usar chaleco que odiaba, de ponerse camisas almidonadas que lo irritaban, de ir a misa los domingos sin creer… y todo por darle gusto a su esposa, hasta que decidió darse gusto él y ella se lo tomó a la tremenda. Bueno, santo remedio. 

México nació prematuro y desde el principio se descaminó. Unos cuantos listos lo independizaron mucho antes de que tuviéramos una real conciencia nacional y lo diseñaron a contrapelo de lo que era entonces nuestro país. Y no se alebreste, así fue: 

Los independentistas (no Hidalgo, ni Morelos, sino Iturbide & Cía., los que sí independizaron a la Nueva España), eran peninsulares y criollos que estaban hartos de ser segundones y de mandar dinero a Madrid, para lo cual aprovecharon las ideas de la revolución francesa y de la independencia de los EUA, junto con el muy propicio e increíble desorden que provocó en España la invasión napoleónica (1808-1813), consentida por el tarambana rey Carlos IV al que depuso su hijito, Fernando VII que era un hijito de ya sabe quién. No hay espacio para hablar de Pepe Botella ni para más: España quedó sin su imperio de ultramar, excepto Cuba, Filipinas y Puerto Rico, que luego también perdió (en 1898). 

Ya separado México de España, los independentistas se quedaron con un territorio en el que su población siempre fue centralista desde antes de la llegada de los españoles, religiosa hasta las cachas y acostumbrada a estar al margen de todas las decisiones, cosa esta última que les acomodó muy bien. 

Lo que salió mal fue que de inmediato se pelearon entre ellos sin tomar en cuenta a la gente para nada pero actuando en su nombre, los muy cínicos. Unos querían imperio; otros, república; a los primeros los mataron los segundos y nos hicieron república. 

Y siguió el pleito, ahora conservadores contra liberales. Derrotados los conservadores, los liberales… ¡siguieron con el pleito!, unos tenían sueños húmedos con el tío Sam (Juárez y asociados, todos masones yorkinos), y otros, nostálgicos de la madre patria (masones de la logia escocesa); ganaron los yorkinos, nos arrejuntaron con los EUA, les copiaron hasta el nombre (Estados Unidos Mexicanos), ser federación con estados libres y soberanos (no sea ría), y expulsaron de la realidad nacional a la religión, cosa que en los EUA no se hizo y acá sí, porque el catolicismo le irrita el colon al tío Sam. 

Y así le seguimos: un siglo de tonterías y ambiciones nos costó perder más de la mitad del territorio (sin contar la parte de Centroamérica que era de la Nueva España y pudo seguir siendo México), siglo en que se desnaturalizó al país: siempre central, se hizo federación; siempre religioso, se echó a patadas a Dios del país. 

La cosa entró en vereda con el priismo imperial que cuajó entre otras cosas, porque resucitó nuestro centralismo como intocable presidencialismo, dejó la religión en paz y esfumó los cacicazgos de antaño. Todos derechitos o muertitos. 

Y ¡sorpresa!, con ese priismo imperial hubo progreso porque hubo orden, porque se dejaron de lado los pleitos internos (ya sin malos modos entre liberales y conservadores; sin majaderías entre masones; y sin palos a la religión); también porque por primera vez el gobierno trabajó mucho, por el bien de la mayoría de la gente que aceptó el estado de cosas de la “alta política”, sin participar nada en las decisiones oficiales, a la vista de los beneficios reales que propició y empujó el régimen. Por algo creció al cuádruple la esperanza de vida y la población se multiplicó hasta rebasar los 120 millones de mexicanos que fregados y todo lo que usted quiera, comían, trabajaban, estudiaban y tenían claro que sí era posible vivir mejor que las generaciones anteriores. 

Luego a nuestros políticos ya les dio pena seguir sosteniendo un régimen achacoso y mal envejecido y antes de que les reventara en la jeta, abrieron el país al mundo, firmaron tratados comerciales, ajustaron las leyes que estorbaban y se detonó un crecimiento insólito en todo nuestro pasado; a la par, extirparon de la Constitución las “garantías” asumiendo los derechos humanos con todas sus consecuencias; y abonaron el camino a la pacífica alternancia en el poder creando instituciones ciudadanas autónomas que aseguraron el respeto a lo que la gente eligiera en las urnas y sí, el PRI -sin un portazo-, entregó el poder, si no con gracia, sí con mérito, el mérito de aceptar que ya sobraba. 

Por más que el sexenio de Fox haya sido una inmensa decepción nacional, vale por haber probado que ya decidía la gente y que la cosa pública no dependía de cuatro gatos, la participación ciudadana se hizo realidad y surgieron las organizaciones no gubernamentales, real contrapeso efectivo al aun inmenso poder del gobierno. Llegó Calderón y nos alcanzó una realidad que se había mantenido bajo las alfombras de las oficinas del gobierno: la delincuencia organizada era un actor real en la vida nacional y a querer o no se le tenía que enfrentar. Mala cosa, han pasado 15 años y no se ve que mitigue. Así y todo, con muchas sombras, hubo luces que en México ni se soñaban. 

Y, destino fatal, hemos regresado a los pleitos de hace dos siglos. Otra vez el país parece dividido entre liberales y conservadores, ahora chairos y fifís, aspiracionistas clasemedieros y conversos a la nueva fe transformadora. 

Recordemos las tragedias que antes nos costó pelear entre nosotros. Ya no es así México. Esas divisiones son ficticias. 

Todos iguales, todos mexicanos, nadie fuera de la mesa. 

Hay que atemperar los ánimos y tener presente que este intento de transformación-retro tiene fecha de divorcio definitivo. Que no nos deje divididos y ofendidos.

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