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El último grito de la cumbancha / La Feria

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Sr. López 

Crece el nerviosismo en el palenque; el favorito era el colorado, su gallero le sopla el pico, le disimula un ala inútil. Las apuestas son fuertes, una parte del público en actitud ominosa que anuncia bronca, confía en que el gallero haga algo, es tramposo y amarra las navajas con maña. El gallero planta al gallo en el cuadro, lo suelta y cae muerto. Pleitazo, algunos balazos, nadie pudo cobrar. 

El proyecto manifiesto era sencillo: reinstalar en México un gobierno de partido, excluyente, monopolizador del herramental del poder para conservar el poder y continuar en el poder. Si más de 70 años fue así con el PRI imperial, no era previsible el repudio. 

Parecía seguro conseguir el éxito, lo más difícil, hacerse con la presidencia de la república, era un hecho: desde afuera, con todo en contra, gracias a errores ajenos y una perseverancia asombrosa, Andrés Manuel López Obrador, arrasó en las urnas y juró el cargo el 1 de diciembre de 2018, con el respaldo de más de 30 millones de votos. Nutrió el optimismo extremo en hacer realidad el proyecto, el pasmo de la oposición ante su devastadora derrota. 

El proyecto no confesado (y tal vez subconsciente), del nuevo Presidente, era muy personal: conservar en sus manos durante y después de su sexenio, su liderazgo político, que a diferencia de Calles y Cárdenas, sí contaba con un abrumador apoyo ciudadano. 

Aspiró más que a un maximato a una autocracia no totalitaria (que el totalitarismo requiere de un partido fuerte y con real vida propia), y ni siquiera dictatorial (que la dictadura implica la desaparición efectiva de los otros poderes). Su afán era (o es) el poder absoluto, individual, incontestable, válido por su victoria electoral y ratificado por su popularidad, para con apoyo del pueblo (las masas se decía antes), transformar a la sociedad con un fundamento ideológico que se agota en unas cuantas frases hechas, lemas de ocasión, anclado en un pasado idealizado que se concreta en su persona, asumiéndose como el único dotado con la autoridad moral, ética y política para definir el curso nacional. Por eso su proclama de que la lealtad es lo primero. 

Su confusión en el uso de las palabras intencionada o no, hace que cuando habla en nombre del pueblo, lo haga en nombre del Estado, monopolizándolo en él mismo pues como dijeron sus senadores: él encarna a la nación. 

Así, en su óptica es legítimo afirmar “todo en el Estado, todo para el Estado, nada fuera del Estado, nada contra el Estado”, sin advertir que su concepto personalísimo del país, la nación, el Estado, anula el valor del individuo y sujeta la ley a sus decisiones: si una ley, cualquier ley obstaculiza sus propósitos, no es una buena ley, está mal la ley (y por cierto: el entrecomillado lo dijo Benito Mussolini; no importa, bajo su manto todo se purifica, Bartlett también). 

¿Qué podía salir mal?… todo. 

El México del siglo XXI ni se parece al de 1930: ya nadie tiene escriturada la voluntad de la gente que se acostumbró a votar, a que su voto cuente y que se cuente; la masa que 

votó por Fox, votó por Peña Nieto y votó por él, no hay una masa de electores en la banca esperando a saltar a la cancha en defensa de un solo único y perpetuo líder, los que treparon a los otros, lo treparon a él. El Poder Legislativo ya nunca es de un solo partido. El Poder Judicial no asume como su principal tarea dar gusto al Ejecutivo, Porfirio Díaz yace en el cementerio, Calles también, igual que Cárdenas, Díaz Ordaz y Echeverría no, él vegeta su innoble ancianidad. Ahora hay organizaciones civiles con personalidad jurídica y el respaldo de las leyes nacionales y extranjeras. Y la prensa es levantisca. 

El mundo tampoco se parece al de hace un siglo y además, ahora, México está irremediablemente relacionado con países, bloques de países y el continente europeo, en una maraña laberíntica de tratados comerciales, acuerdos y convenios internacionales que tienen la misma fuerza que nuestra propia Constitución. Ya no prevalece la voluntad de ningún barbaján de turno, desde instancias y tribunales internacionales se pone orden, so pena de hacer de nuestro país un país paria. 

Otra cosa que siempre sale mal es empezar alardeando de estar hasta arriba en todo. De la cumbre sigue solo el descenso. El dato verificable por encima de las siempre peculiares encuestas mexicanas, son los resultados electorales: 

AMLO obtuvo para ser Jefe de Gobierno del entonces D.F., el 37.75% de la votación; en 2006, perdió la presidencia con el 35.21% de votos; en 2012, la volvió a perder con el 32.61 %; y en el 2018, ganó con un extraordinario 53.19%, legal. Pero su voto duro ronda el 35%… 

Así, la borrachera del triunfo opacó otros datos: en 2018, Morena ganó en la Cámara de Diputados solo el 21.20% de los votos emitidos; en la de senadores, el 29.68%… y en las elecciones de diputados federales del 2021, Morena bajó al 13.92 %. 

Si el Presidente conserva su voto duro, igual no le es útil a Morena, él ya no es ni será candidato a nada y los resultados de la consulta de revocación, no es difícil que magnifiquen esta realidad: Morena NO arrastra multitudes. 

Y no nos equivoquemos. Los políticos son como son porque somos como somos. Nosotros, la ciudadanía, es la que tiene que enmendarse. Si seguimos votando a lo zonzo, buscando Papá Nacional que nos resuelva todo, y conformándonos con quejarnos y hacer chistes, seguiremos en la dinámica del chasco. En el año 9 antes de Cristo, Tito Livio lo escribió en su ‘Historia de Roma desde su fundación’: “…hasta que se llegó a estos tiempos en que no somos capaces de soportar nuestros vicios ni su remedio”. 

Como sea, el Presidente no pensó nunca en el fracaso; ve cómo se diluye por días su proyecto de transformador patrio, intuye su seguro exilio de los círculos del poder, su arrumbamiento forzoso en la soledad propia de todos nuestros expresidentes. Por eso su desbocada necesidad de ganar arrolladoramente en la consulta de revocación. El último grito de la cumbancha.

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