Home Columnas Semana Santa nunca “insanta” / Cróninornas

Semana Santa nunca “insanta” / Cróninornas

Semana Santa nunca “insanta”  / Cróninornas
0
0

Francisco Félix Durán
@fcofelixd

La Semana Santa es una de las festividades cristianas más importantes, representa vacaciones para muchos y tiempo de reflexión para otros. En mi caso la tomo como días de descanso, pero en mis tiempos universitarios eran de juerga en la playa. Lo cierto es que antes del 2005, estas fechas se trataban de muchas misas, procesiones, recorridos de iglesias, acompañamiento en el viacrucis y cero carnes rojas. Desde que tengo memoria mi madre así nos acostumbró y era algo que detestaba. Imagínense hacer todo lo mencionado a una temperatura de 35 grados, mientras la ciudad estaba desierta.
Durante muchos años, mi madre fue ministra de la iglesia y perteneció al grupo de sanación de la Parroquia del Señor de la Misericordia en Tuxtla Gutiérrez, y sí, sí sanaban. Por ende, mis hermanas y yo, toda la Semana Santa nos la pasábamos en la iglesia y debíamos tener ciertos comportamientos para guardar esos días. Ella decía que en estas fechas siempre había accidentes, porque es tiempo para venerar a Dios y no de fiesta. Por ello, esta Cróninorna trata de mi odisea para irme al puerto por primera vez en aquellos días de asueto.
El 25 de marzo del 2005, había cometido uno de los primeros actos de rebeldía en las fechas mencionadas a sabiendas que sería un año igual a los demás. Como siempre, no me habían dado permiso de ir a Puerto Arista y recibí el “Viernes Santo”, sólo, ebrio y devastado. De pronto, al mediodía mi madre me despertó de forma estrepitosa y dijo: « ¿Quieres ir a la playa? ¡Levante deprisa y ven conmigo! ».  La propuesta me pareció de lo más extraña, dado que yo esperaba una chancliza marca “acme”.  Incluso pensé que era una trampa y que no debía ir hacía la luz, porque al llegar viviría mi propia pasión y algo así ocurrió.
Me levanté rápidamente y corrí detrás de mi madre, con la sien punzante y la última copa que bebí aun rebosando en mi garganta. Qué difícil es caminar cuando todo se mueve, pensé, incluso el tiempo se vuelve lento. Imagino que así se sintió Lázaro cuando fue resucitado y al más puro estilo de “levántate y anda”, salí a la calle con un sol fulgurante y vehemente. Mi madre me esperaba en la esquina de la calle Azucena, sobre la avenida Candox del Fraccionamiento El Valle venía una procesión. Me llamó con ímpetu y me obligó a cargar el crucifijo, hacerlo era parte de las tareas a cumplir para obtener el permiso de partir.
Así fue como cargué una imagen de aproximadamente dos metros, que pesaba como el cielo. Pasé por las calles Orquídea y Camelia, hasta llegar a la del Sacrificio, en donde al igual que Bambi sobre el hielo, mis piernas temblaban y había dejado un rastro de sudor por todo el camino. En ese punto, fue que se dieron cuenta que ya no podía más, pero mi madre insistió en que llegara a la entrada del templo. «Ya falta poquito mijito», dijo. Entonces al igual que todo hombre desesperado, me encomendé a Dios para que me diera fuerza y no me permitiera tirar la imagen de su hijo. A cada paso que daba, mis pies se hundían en el suelo y cuando llegué a la entrada de la iglesia de San Judas Tadeo, ya tenía el pavimento a la altura de las rodillas y ahí, por fin me ayudaron a sostenerla. Ahora entiendo porque es el patrono de las causas imposibles, el titular de esta casa.
Sin aliento y con mis poros llenos de polvo, tenía que esperar la misa. La madre Julia apareció y se sentó junto a mí, siempre que la veía me invitaba a orar con ella. Nos arrodillábamos para rezar siete Padres Nuestros y siete Aves Marías. Esta ocasión no fue la excepción y ustedes se preguntarán ¿de dónde saqué energía para hacerlo? La respuesta es sencilla, su mirada era azul y nadie puede negarse a unos ojos que creen en ti. Es como la mirada de los niños, siempre te dicen que no hay imposibles. Lamentablemente la madre Julia falleció hace años, pero aún recuerdo sus manos blancas sosteniendo las mías diciéndome que era un buen chico.
La misa inició a cargo del Padre Ricardo, debo confesar que me gustaba como daba sus ceremonias. Usaba ejemplos comunes y siempre te hacía reír. Aquel día, recuerdo que comentó haber leído un estudio científico en donde decía que el café ayudaba a combatir el calor. Los fieles inmediatamente comenzaron a sacar sus conclusiones, diciendo que tenía razón porque si sudabas te refrescabas y otro tipo de cosas. Al final de la misa, el sacerdote nos invitó a comprar el café que las monjitas vendían en la entrada de la iglesia, las ganancias serían para el seminario.
Con una enorme sonrisa, me acerqué a mi madre esperado me dijera ya te puedes ir, pero fue todo lo contrario, aún faltaba la comida con el padrecito. En resumen, comimos un caldo de mariscos que me cayó como las espinacas a Popeye, acompañado de una coca a punto de hielo. Al decir que me iría al puerto, la plática constó en explicar que la playa en estas fechas era como Sodoma y Gomorra, exhortándome a no sucumbir ante la tentación, pero para un adolecente lo dicho como advertencia produce excitación.
Aproximadamente a las 15:00 horas, salí con Alejandro Vázquez en busca de un autobús. Anteriormente no existía una terminal como tal y había dos agencias instaladas en la 9na sur entre 2da y 3ra poniente. Ahí hacían su parada los camiones de la AVC y AEXA, pero conseguimos pasajes hasta las 17:00 horas. Entonces cometí un error de principiante, decidimos ir por unas caguamas a una cantina cerca del lugar llamada “Chavos Bar”. El nombre no tenía que ver con quienes lo atendían, que eran dos personas de la tercera edad. Todo era risa y diversión hasta que abordamos el camión.
Ya en el camino y tras dos horas de viaje, mis riñones hicieron de las suyas. Sentí unas ganas de orinar incontenibles y no sabía qué hacer, el camión no se detendría y aún faltaba mucho por andar, recordemos que aún no existía la autopista. Con el autobús lleno y sin opciones, le pedí a Alex le dijera al conductor que se detuviera porque sufría de incontinencia. La vergüenza se pierde cuando el miedo acecha. Afortunadamente el chofer accedió a la petición y con la mirada detestable de todos, bajé a hacer mis necesidades que fueron la gloría misma. Fue entonces que comprendí que sí me sirvió ir a misa.
Con todas las paradas que realizó el camión, en diversas terminales antes de Tonalá y el tráfico que había para llegar a Puerto Arista, terminamos llegando a las 23:00 horas. Nos dirigimos al andador en donde se vendía cerveza al por mayor y ríos de gente circulaban. Nos quedamos en el puesto de chelas en donde sonaba “Welcome to Tijuana”, ahí encontramos unos amigos que nos ofrecieron quedarnos en su tienda de campaña. Era la primera vez que veía tanta gente dejándose llevar por sus pasiones, sin temor al rechazo o al mañana. La libertad tiene olor a peces en el mar, es una pena que algunos sean pescados y otros terminen muertos en la costa. Mi odisea había concluido y el sacerdote no me había mentido.

LEAVE YOUR COMMENT

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *