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Sangre, saliva y tinta / La Feria

Sangre, saliva y tinta / La Feria
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Sr. López

Hace muchos más años de los que es prudente confesar, escandalizó a su texto servidor, escuchar a un viejo zorro ya retirado de la política nacional, comentar en una reunión de amigos (amigos de él), que en México sólo había dos clases de ciudadanos: los que ponen y los que agarran; que la democracia era un cuento inaplicable; que la corrupción era el aglutinante de los intereses políticos, al que debíamos la paz; y que nosotros y todos los países de Latinoamérica se construían a palos y mentiras, en la proporción que hiciera falta. “Por estos canallas estamos como estamos”, pensó iracundo el del teclado (sin dejar que se me notara, que estábamos comiendo muy bien y de gorra).

Pasaron los años… bueno, no pienso que sea correcto lo que dijo ese señor, pero parece que al menos en parte, no se equivocaba mucho.

Nuestra democracia ha servido hasta el momento y nada más, para transitar de la hegemonía del PRI (la familia revolucionaria), al dominio de un consorcio de intereses políticos y económicos, consiguiendo solamente ampliar la base depredadora, que antes se constituía por una cincuentena de influyentes y hoy son una legión que comprende a los integrantes de los gobiernos federal, estatales y municipales, a la casta dorada que administra las empresas paraestatales, a sus dirigentes sindicales, los novísimos órganos autónomos, los tres poderes de cada estado y el federal; y a los socios, hijos y amigos de todos ellos, que todos meten mano al cajón, haciendo que la corrupción industrial de estos tiempos haga lucir modestos y moderados -como señoritas del XIX bordando crochet-, a los políticos de antes que se conformaban con hacerse de un par de ranchos, una buena casa y un coche negro de 8 cilindros y harto cromado; en tanto que estos de ahora, necesitan yate, jet, batería de camionetas blindadas, casas en el extranjero y que en cualquier banco del mundo los espere en la banqueta el Presidente del Consejo sudando y sonriendo, para abrirles la portezuela de su limusina. Hasta ahorita y sin prueba en contrario, este es el resultado obtenido de nuestra transición a la democracia.

Por otro lado, ninguno de los supuestos opositores (ninguno), se pone en plan de recurrir, no digamos a la violencia, sino a ninguno de los medios de resistencia y desobediencia civil pacífica, que en cualquiera de sus presentaciones, doblan a cualquier gobierno, porque sabe que a la larga o a la corta, si persevera, si respeta las reglas de este juego de saqueadores, alcanzará a tocar los dinteles de la gloria de la corrupción de altos vuelos, que tiene todas las ventajas, destacadamente, que es legal (con menos riesgo que asaltar a un borracho o pasarse un semáforo en la madrugada en una calle vacía).

Si por un portento divino, de repente, de un día para otro, los políticos y funcionarios (no todos, se entiende, ni la mayoría, pero sí esos no tan pocos que tanto daño hacen), se vieran impedidos de cometer cualquier acto de corrupción, no tendrían el menor interés en participar en la cosa pública. Veríamos las sedes de los partidos, abandonadas. No habría cachetadas por conseguir ser candidato a nada y no pocas empresas emigrarían, escandalizadas por la falta de ‘oportunidades de negocio’; algunos bancos extranjeros cerrarían sus sucursales. Sí, nos guste o no, el salpicadero general de los lodos de la corrupción es lo que explica en buena medida la cohesión y funcionamiento de no poco de esto que llamamos gobierno y realmente es un aparato general de expolio.

Es interesante detenerse un poco en lo de las dos clases de mexicanos: los que ponen y los que agarran. Mexicanos de poner somos todos los que pagamos impuestos, los que le damos para su refresco al agente de tránsito, los que dan mordida al inspector para poder vender abanicos en un crucero; los que revenden al rayo del sol productos pirata que importa un gargantón, libres de toda contribución aduanal; los que tienen que juntar la cuota voluntaria para inscribir a sus hijos en la escuela pública y “gratuita”: la masa, todos nosotros, el peladaje. Mexicanos de agarrar son los que forman la clase de los privilegiados: los millonarios que pagan menos impuestos que un cartero gracias a despachos de especialistas fiscales; los que reciben pensiones de 300 mil pesos mensuales; los que explotan concesiones exclusivas; los que monopolizan el contrabando nacional; los que compran lo que se roba a Pemex para venderlo en establecimientos oficiales a precios oficiales: la casta propietaria de casi todo México.

Y si tiene duda de a qué sector pertenece, recapacite en que la ley contra el lavado de dinero, fue promulgada el 17 de octubre de 2012, pero entró en vigor hasta el 17 de julio del siguiente año, nueve meses después (¡nueve meses!), plazo adecuado para que tomaran sus previsiones aquellos a los que afecta. Y las tomaron.

Esta ley, lejos de poner en riesgo los negocios no tan legales del linaje dueño del país, lejos de significar ningún límite al trasiego de miles de millones que los delincuentes hacen a través de la banca internacional rumbo a México, está diseñada como un instrumento auxiliar de las autoridades fiscales para que el mexicano “simplex”, los que ponen, tenga muy difícil evadir el religioso pago de sus impuestos, lo que está muy bien si todos pagaran todo lo que les toca y se cancelara la discrecionalidad de los créditos fiscales. Comprar una casa, una joya, un coche, con esta ley y a partir de ciertos montos nada espectaculares, automáticamente quedó clasificado como operación sospechosa (“vulnerable”, lo define esta ley), y notarios, vendedores, empleados bancarios, etc., están obligados a ser informantes oficiosos de la autoridad: como cuando la Inquisición, país de delatores y perseguidos, el Gran Hermano hecho realidad.

De los palos y las mentiras podríamos hablar largo, pero es innecesario: es verdad sabida. De la Patagonia al Río Bravo, en diferentes dosis, pero somos países hechos con sangre, saliva y tinta.

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