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La ley del grito / La Feria

La ley del grito / La Feria
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Sr. López

El Creador, lo que sea que sea, y que este menda llama Dios por economía de saliva, parece que en su infinita sabiduría, limitó seriamente la capacidad de raciocinio de los animales para ahorrarles que se den cuenta cabal de nuestras humanadas (mucho peores que sus animaladas que cuando menos, se sujetan rigurosamente a los dictados de la naturaleza).

Una humanada típica es inventar cosas sagradas. Una clásica es la religión pues aunque pareciera que ya cualquiera se puede bailar la guaracha en la ella, no es así: quiero ver al Jefe de Estado que se atreva a dejar con la mano extendida al Papa; que en un vecindario propongan organizar una tocada de rock pesado en una sinagoga o un desfile de trajes de baño en una mezquita, quiero ver.

Pero, la religión es sagrada, punto, a pesar de los ríos de sangre que algunas han causado, a pesar de que en otras hacían pozole de prójimo, aunque todas -salvo prueba en contrario- autorizaban la esclavitud (sí, señor, con la pena, pero también la católica, que había esclavos en algunos conventos y afirmaban: “La esclavitud entre los hombres es natural; pues algunos son, por naturaleza esclavos”, rara proposición circular de Santo Tomás de Aquino en su Suma Teológica: Artículo 3: “En la justicia”; chéquelo).

Sagradas las religiones, sí, a pesar del afable trato que otorgan a las mujeres: “La hembra es un ser de menor valor…”, dijo San Agustín, doctor de la Iglesia -este pícaro era soltero… casado no se atreve-. “El dominio masculino es indispensable para que los hombres puedan apropiarse del producto de la fecundidad femenina”, dicta el Corán. “La mujer es de índole inferior al hombre… flaca y deleznable más que ninguno otro animal…”, afirma fray Luis de León. “Las mujeres son inferiores de mente y cuerpo por haber caído en la tentación”, susurraba a escondidas de su esposa Marín Lutero; y por si piensa que son ejemplos de siglos atrás, ya superados, sepa que apenas el 20 de diciembre de 2009, Francisco Javier Martínez Fernández, arzobispo de Granada, España, afirmó muy orondo que si la mujer aborta “eso le da a los varones la licencia absoluta, sin límites, de abusar del cuerpo de la mujer”, y como se armó un escándalo, los obispos de Andalucía, aclararon: “El arzobispo se refería a que si la madre es capaz de matar a su propio hijo, el varón tiene entonces autoridad absoluta para hacer lo que quiera con ella y con su cuerpo”… ¡aaah, bueno!

Otra cosa que nos hemos inventado es que la ley es sagrada, ¡oh, sí! la ley es sagrada… ¿de veras?… porque en algunos países árabes es legal pegarle a la mujer (“Si un marido golpea a su esposa con buenas intenciones no es punible”, es parte del Código Penal en Egipto); en no pocas comunidades de usos y costumbres en México, es legal que el pariente más cercano pague la falta de un delincuente si este huyó y las mujeres no tienen derecho a votar, ni a ser candidatas a nada distinto a tener hijos y cocinarle los huevos al marido… pero la ley es sagrada, no vamos a vivir como salvajes, que somos racionales, por eso en los EUA, en Atlanta, Georgia, está prohibido atar a un poste de teléfono o alumbrado público a una jirafa (prudente prohibición). Sagrada la ley, como la vigente en York, Inglaterra, que permite matar escoces si es con arco y flecha dentro de las antiguas murallas de la ciudad (vigente); y ya no le digo nada de que nuestra ley de armas dispone en los incisos i y j de su artículo 11 que es ilegal que un particular tenga mosquetón, espada, lanza, carro de combate, barco cañonero o submarino… pues sí, qué bueno. La ley es indispensable, sí, pero no es sagrada ni intocable, que a fuerza de tocarla es que se perfecciona… como otras cosas.

Sacratísima en la actualidad mexicana es la democracia. Quien niegue la supremacía de la democracia, es considerado simplemente un bruto. Nadie necesita de reflexiones estorbosas y enredadoras como las diferencias entre democracia directa (la nuestra) e indirecta (la más común en el planeta), ni que le pongan las neuronas en baño María con la socialdemocracia, las monarquías constitucionales, la democracia liberal y otras diversas variantes más o menos exitosas (o probadamente perversas).

De cualquier manera, el discurso políticamente correcto es que la mayoría manda, como cimiento de la democracia, sin matices, sin que nadie tenga el atrevimiento de insinuar que se necesita estar mal del cerebro para decidir por mayoría cualquier cosa medianamente importante (quién le extrae una muela, la escuela de los hijos, qué coche se compra o con quién se contraen nupcias). Sí lo dijo Churchill (este López por fin halló la cita en un discurso en el Parlamento Británico del 11 de noviembre de 1947): “El mejor argumento en contra de la democracia es una conversación de cinco minutos con el votante medio”.

Así, estando como está, ampliamente probado que decidir por mayoría suele ser  equivocarse mancomunadamente, repartir uniformemente la responsabilidad del desacierto, aun así, los humanos estamos pandos de gusto con esto, dados los ríos de llanto y de injusticias causados por otros sistemas, porque dictadores buenos sólo hay en las fantasías de las familias Stalin, Pinochet y Franco, y reyes moderados sólo después de ser tratados por el doctor Guillotine.

Pero en nuestra risueña patria, la cosa es un poquito distinta: el poder grandote (local y foráneo), nos impide cometer un error colectivo, a cuyo fin, para elegir Presidente nos dan a escoger entre el que van a trepar a La Silla, a cualquier precio, y comparsas de relleno (lo de doña Chepina y Quadri fue casi burla).

En esta vuelta todo apunta a José Antonio Meade (y más nos vale: ¿o prefiere al C.Anaya, Mancera, Moreno Valle, Nuño o Ferriz de Con?). Y otra vez clamarán al cielo los muchos seguidores del Pejecutivo Legítimo, que no entienden que si salieran en masa a votar por él, seguro lo metían seis años a Los Pinos, pero, no, necios, creyendo que se vota con la garganta y que es sagrada la ley del grito.

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