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La Feria / Que no arda Troya

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Sr. López

Ya se lo he comentado: peculiar tirando a pésimo, fue el matrimonio de los abuelos maternos de este menda. Casados 57 años, no se hablaron los últimos 50 (aparte de los buenos días y las buenas noches, o darle don Armando las “gracias” a doña Virgen, cuando le servían la sopa, el resto del tiempo no existían el uno para el otro); ya viuda la abuela, le pregunté cómo habían podido vivir así: -“Nos acostumbramos” –dijo muy quitada de la pena.

Salvo su mejor opinión, opina López que a los mexicanos se nos ha hecho costumbre tener gobernantes singulares, por decirlo caritativamente; la mayoría, “malones” (mexicanismo sin registrar, que atenúa el grado de malicia o baja calidad, “hijos malones”, “torta malona”: “malón” es menos que “regularcito”, nosotros nos entendemos); uno que otro, pésimo (a la cabeza, Manuel de la Peña y Peña, el presidente idiota que en 1847 vendió en 15 millones de pesos ¡a plazos! más de la mitad del territorio nacional, 2’378,539 km², y más de 100 mil mexicanos que allá se quedaron, suerte, porque Trump hubiera exigido que sin inquilinos); y uno o dos presidentes de excelencia… bueno, uno, Plutarco Elías Calles (porque, con la pena, pero mancha la historia de Juárez el Tratado McLane-Ocampo, que parece que se nos olvida que sí se firmó, cosa que el Times de Londres -en su edición del 9 de agosto de 1859-, antes de formalizarse el Tratado, advirtió que pondría a México bajo el dominio yanqui, y que “con tales concesiones, la absorción -de parte de los EUA- de la República Mexicana  puede ser llevada a cabo poco a poco”, ¿sí?, pues ¡se firmó! -el 14 de diciembre de 1859-, aunque, por gracia de Dios no lo ratificó el Senado… el Senado yanqui, ¡qué vergüenza con las visitas!). Y los demás presidentes, sin exageraciones, nos han salido malones, unos menos, otros más, pero malones todos.

Por otro lado: dejemos a los especialistas encontrar la explicación antropológica a que, como pueblo, seamos capaces de pasar tan quitados de la pena, de la adoración a Quetzalcóatl al culto a Disneycóatl; del taco de maciza al “hot dog”; de la torta de lomo a la hamburguesa; del esquite al “pop-corn”; del tlapehue, tlachicotón o pulque -curado de apio-, a la Coca light; de la guerra florida al “super bowl”.

También aceptemos con humildad que carecemos de conocimientos de biología evolutiva como para explicarnos el mecanismo que nos permitió transitar de aplaudir a Ángela Peralta, Virginia Fábregas y Dolores del Río, a vitorear a Paulina Rubio, La Chupitos y La Chimoltrufia; sí, ya nos explicarán los sabios cómo, por qué, a qué horas, pasamos de Jorge Negrete al Chico Che; de Joaquín Pardavé al Chavo del Ocho; del Santo a Cepillín. Alguna razón debe haber.

Tampoco perdamos tiempo en dar con las causas sociológico-testiculares, para que seamos capaces de aguantar contrastes que en otras latitudes causarían ríos de sangre, sin que acá nos altere el pulso ni nos cambie el ánimo, brincar de Juárez a Porfirio Díaz, de Calles a Chente Fox, de Lombardo Toledano al Peje, de Lázaro Cárdenas a Peña Nieto.

Algo debe esclarecer que aguantemos sin un pujido personajes como Santa Anna, Huerta, Echeverría, Salinas de Gortari y Calderón; y que nadie compare a los gobernadores de pelo en pecho de antes, con todos sus defectos, con los señoritos de hoy, con defectos peores, porque es indudable que en clase política, mejorando no vamos.

Hace algunos meses apuntábamos sobre la calidad medianita de nuestros políticos, de antes y de hoy. Nuestros gobernantes dedican infructuosamente sus vidas a mejorar las nuestras, resultando que sólo se benefician a ellos mismos sin rastro de escrúpulo aunque se muestren asombrados por tan inesperado resultado.

Sí, la corrupción es la verruga más fea del rostro de La Patria. Se han derramado hectolitros de saliva y tinta predicando contra ella, se hacen leyes y reglamentos, se auditan oficinas de gobierno, se presentan denuncias, se asignan penas de cárcel que sólo Matusalén podría cumplir y ahora, aparte de lo que tienen, nuestros funcionarios harán públicos sus conflictos de interés y sus declaraciones fiscales… y la gente, impávida, sabedora de que nada cambiará. Cinco siglos de corrupción nos contemplan.

Esta conducta y sus consecuencias pueden tener como una posible explicación, las erróneas enseñanzas recibidas, particularmente sobre los llamados pecados capitales y sus opuestas virtudes (para evadir el cliché de achacar a “la educación” el problema, pues siendo esto cierto, es tan dilatado el campo que invita a la inacción).

Salta a la vista la ineficacia de instruir a los políticos en virtudes, cosa tan útil como explicar a una familia esquimal las ventajas de los baños de sol o intentar que un orangután prefiera los chiles en nogada a la corteza de árbol. Con nuestros políticos hay que ir a lo seguro: hay que fomentarles algunos vicios que nos puedan ahorrar más achuchones.

Atendamos primero, el de más seguros y prontos resultados: la lujuria, siempre tan bien aceptada por la generalidad de las personas que aparte de las satisfacciones que proporciona, ahuyenta los malos humores producidos por la castidad, causantes de un amplio menú de desgracias.

No dude usted: la lujuria es remedio infalible pues un par de estupendas nalgas distrae a un santo y entontece a un sabio. Si el viernes 1º de septiembre de 1939, Hitler hubiera amanecido con dos tiples, de magnífico humor y sin ganas de trabajar, todo se le ocurre menos ordenar la invasión de Polonia y nos ahorramos la Segunda Guerra Mundial; si Felipe Calderón, la mañana del 11 de diciembre de 2006, sale de Los Pinos muy satisfecho de haber ocultado a su señora esposa Margarita, una camisa llena de maquillaje y lápiz labial (y que extravió los calzones), de ninguna manera ordena la Operación Conjunta Michoacán, inicio de una guerra que nos va costando ya cerca de 200 mil fiambres.

No nos equivoquemos, vamos a lo seguro. Si han de tener el poder, que estén de buenas, distraídos y que no arda Troya.

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