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La Feria / La cosa es calmada

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Sr. López

 

Como debe usted sospechar, la familia de este menda era un manicomio. Criollos toluqueños del lado materno, ellas de misa diaria, ellos militares y masones; y del lado paterno, mestizos de Jalisco, de buen talante pero pocas pulgas, de nada se espantaban y daban al cuerpo lo que pedía. Lo vida cotidiana era como una paella con frijoles y chile verde, una zarzuela con mariachi; de “La verbena de la paloma” con Pepita Embil, a “Paloma negra” con Lola Beltrán, sin interludio: esquizofrenia doméstica.

 

Por eso nunca le pareció raro el país a este López, pero lo es, en el sentido de excéntrico: fuera del centro, “ex-céntrico”; y también excéntrico, cuando menos respecto de sus gobiernos, en la acepción de cómico estrafalario que interpreta música (como “Los Xochimilcas”, lo que le viene al pelo a muchos de nuestros políticos).

 

Ya lo comentamos hace años: desde el principio las cosas han estado patas pa’rriba: la conquista la hicieron los indios y la independencia, los españoles; que llamemos México a México y no se llame así, que su nombre es Estados Unidos Mexicanos (¡aaagh!). Antes, cuando los aztecas eran los mandones de una porción de lo que hoy somos, dicen que se llamaba Anáhuac; durante la colonia fuimos Nueva España (tres siglos), y durante ella empezó a usarse lo de mexicano (Seno Mexicano le decían al Golfo de México).

 

Fue un tal Petrus Plancius, flamenco (por el rumbo de Bélgica), teólogo metido a cartógrafo, quien en 1595 se aventó el mapa del mundo (“Nova et exacta terrarum tabula geographica et hydrographica”), de oído y nada exacto, y bautizó a todo el norte del continente, América Mexicana; luego a fines del siglo XVIII, Francisco Xavier Clavijero (jesuita veracruzano nacido en 1713), publicó en Italia, la “Storia antica del Messico” (“Historia antigua de México”), aunque por acá le llamaban así solo al chilango, hoy “cedemancero”, o al que hablaba náhuatl (como Marcelotzin Ebrard que, no se olvida, lo propuso como lengua oficial de la capital del país).

 

Luego, en el Congreso de Anáhuac (Chilpancingo, 1813), al país lo llamaron América Mexicana; luego fuimos Imperio Mejicano (de 1821 a 1823); en la Constitución de 1823 le pusieron Nación Mejicana; en la de 1857, República Mejicana. Volvimos a ser Imperio Mejicano (de 1863 a 1867 con don Max y Carlota); y desde 1917, ya quedó como es ahora: Estados Unidos Mexicanos (EUM), sin que se diga mucho que quienes empezaron a decirle así al país, fueron los separatistas texanos, que eran yanquis (re ¡aaagh!).

 

Si ya con el nombre empezamos con estos enredos, imagínese con lo demás.

 

Somos una nacionalidad hecha a palos, con calzador. Sí, un mexicano de Yucatán se parece a uno de Sinaloa, tanto como una pitaya a un jitomate. Uno de Veracruz a uno de Guerrero, como un chilpachole a una escopeta. El poblano huele a incienso y el oaxaqueño a buen mezcal. La mayor gracia de los liberales del siglo XIX, fue conservar lo más que se pudo de lo que fue la Nueva España, que el plan yanqui era hacernos un racimo de paisitos estilo Centroamérica, ya ve qué mono es el tío Sam.

 

Sí, somos raros. Ya lo hemos comentado: el estudio de los episodios nacionales induce al suicidio a cachetadas o a enrolarse en la Legión Extranjera.

 

Encima, estamos muy orgullosos de nuestro pasado indígena, babeando por lo extranjero, igual que de nuestra gastronomía, atragantándonos de hamburguesas de McDonald’s (y somos el mayor consumidor de Coca Cola del mundo). Presumimos nuestra cultura sin pisar un museo, sin abrir un libro, sin saber nuestra historia más allá de que Hidalgo era un cura calvito, greñudo de atrás, que traía todo el día el estandarte de la Guadalupana; Morelos, que usaba paliacate en la cabeza; Guerrero que se subía las solapas hasta los cachetes; Juárez que era indio y hacía turismo en carreta; Zapata que es el del sombrerote y el bigotazo; Villa que era panzón, matón y muy simpático; Madero, chaparrito, bueno y tonto; Cárdenas que es hijo del Cárdenas que fue presidente y que no lo querían los gringos, no sabemos por qué.

 

No acabamos de saber cómo somos pero sí tenemos estereotipos para todos los demás: el alemán es ordenado, trabajador y muy aburrido; el francés usa bigotito, toca acordeón y es bueno para enamorar lo que le pongan, sargentos incluidos; el italiano canta todo el día; el español es gritón y come mucho; el chino es misterioso y se ríe chistoso; el gringo es práctico y bobo; el mexicano es… el mexicano es… ¿cómo somos?… porque igual tenemos a Santa Anna y al Peje; El Santo y el Chapulín Colorado; Sor Juana y Martita Sahagún; Juárez y Peña Nieto; Cárdenas y Chente Fox; Octavio Paz y la Vargas Dulché (que vendió más que Paz).

 

¿Cómo somos?… ¿flojos?, dígaselo a los que contratan migrantes en California;  ¿trabajadores?, asómese al sindicato de Pemex; ¿valientes?, los yanquis nos birlaron más de medio país y no se movió la hoja de un árbol; ¿cobardes?, ahí le pregunta a los franceses que andaban por Puebla el 5 de mayo de 1862; ¿tontos?, que no lo oiga el comité que otorga los premios Nobel; ¿listos?, vaya a presenciar una sesión del Congreso; ¿románticos? no se lo diga a una señora casada; ¿secos?, oiga una de San Álvaro Carrillo o de Juanga.

 

¿Cómo somos?… ¿qué nos caracteriza?… algo ha de haber… ¿No se da cuenta?:

 

Los mexicanos somos flemáticos, más que el británico más frío, tirando a apáticos ¡y eso explica tantas cosas!:

 

Por ejemplo que el peligro del socavón Express en Cuernavaca haya sido advertido por escrito a SCT por la constructora y el gobierno de Morelos… y no hizo nada y costó dos vidas y no pase nada. O que el Trump nos informe que Peña Nieto lo felicitó por su política migratoria… y nadie nos dé explicaciones, ni lo contradigan… y lo de Higa, lo de OHL, lo de Odebrecht, el “huachicol” masivo… y las elecciones del Estado de México, las de Coahuila…

 

En cualquier país que sea país, por menos de una de esas, caen gobiernos, hacen de carne humana la estatua de Robespierre, y acá… acá, la cosa es calmada.

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