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El trabajo

El trabajo
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José Antonio Molina Farro 
Aún en la Edad Media el trabajo era algo deshonroso, “las fatigas de los desheredados”. Este significado vale también para la Antigüedad , que entendía la democracia referida a los propietarios, no así para la clase trabajadora. ¿Cómo pudo el trabajo convertirse en un valor, incluso en la virtud cardinal de una sociedad? Pues como  tantas veces, el camino pasa por la religión. Bernardo de Claraval un clérigo de mente sutil funda la Orden cisterciense, cuyo lema será: El trabajo es oración. Esto es, la conducta espiritual de un fraile se puede medir por su capacidad de trabajo y eficacia. Anteriormente era válida la noción de que a cada persona le corresponde por nacimiento este o aquél lugar en la sociedad; en contraposición  la Orden del Císter dice que cada cual tiene que ganarse esa posición con su trabajo.
 Lo decisivo no es el privilegio, sino los resultados reales y demostrables del individuo. La Orden se superpone al esquema fijo que dividía a la sociedad medieval en sacerdotes, caballeros y campesinos e instaura en su lugar un orden social dinámico y mudable que aspira al aumento de los conocimientos. Algo curioso, hacia 1140 los cistercienses se establecen en los bosques de Borgoña. Retirarse a los bosques deshabitados tiene que ver con una idea del fundador de la Orden, quien dice que el árbol es una columna caída; por tanto, la fundación de un monasterio en medio del bosque es el intento de restablecer el paraíso. Apartados de las tentaciones de la sociedad los monjes se proponen restablecer la primitiva sociedad ideal y hacerlo con sus propias manos, de ahí el lema “ora et labora”, que como recompensa promete que Dios corre al instante en nuestra ayuda.
Al cabo de un siglo la Orden cisterciense se convirtió en la corriente espiritual dominante y creció hasta convertirse en un conglomerado económico que se extiende por toda Europa con más de trescientos sesenta fundaciones filiales. Un vástago de esta Orden, los templarios, crean la primera red europea de bancos. Surge aquí lo que después se denominará la <<ética protestante del trabajo>>. Sin embargo, lo que empezó como una proeza espiritual se convirtió en una institución mundana que actúa de manera capitalista. Se “capitalizó” el espíritu y se transformó en plusvalía. La fe se materializa y deviene mercancía intercambiable. En este orden el reformador suizo Calvino enseña que el trabajo es la finalidad de la vida. La pérdida de tiempo es el peor de los pecados. Para Calvino el ser humano está corrompido y lo único que puede purificarlo es el trabajo, en consecuencia todo lo que se opone al sacramento del trabajo (dormir mucho, perder el tiempo,divertirse es pecado). Los cistercienses abrevaron del monje Benito de Mursia para quien el trabajo y la oración común son provechosos para la comunidad. Sin embargo, el trabajo monástico tuvo aquí solo una función simbólica.
En un mundo como nuestro querido México, recordar estas hazañas no resulta ocioso. Impulsar, fomentar, una cultura del trabajo y la responsabilidad es, en lo general,  una asignatura pendiente. Los gobernantes deben pregonar con el ejemplo. Nuestras aulas deben fomentar el respeto a la ley y significar al trabajo como un valor sublime para fortalecer nuestra grandeza. A propósito en Japón hay una enfermedad, “karoshi”, sobredosis por exceso de trabajo, un trabajo realizado con convicción, no enajenante, que afirma, no niega. Y a mi admirado Carlos Marx le diré que no toda religión es “el opio del pueblo”. Ya vemos cómo existen las que impulsan a las naciones a su grandeza espiritual y material.

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