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El éxodo hondureño / Artículo Único

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Angel Mario Ksheratto

La Procuraduría de Derechos Humanos de Guatemala, estimó en poco más de ocho mil migrantes hondureños, los componentes de la caravana en tránsito hacia Estados Unidos; además, según apreciaciones de la misma institución, unos tres mil ciudadanos de Nicaragua, Guatemala, El Salvador, Haití y Venezuela, se habrían unido al éxodo más grande que se haya registrado desde el ocurrido de Guatemala a México en la década de los 80’s, durante la guerra que se vivió en el país vecino.

La historia que cuenta cada migrante, es la misma: pobreza, marginación, violencia extrema, persecución política y abandono institucional. Las condiciones económicas del país centroamericano, son de las más complicadas del área. El salario mínimo es de nueve mil 500 lempiras; de éstos, la mayoría paga más de tres mil de luz; mil 500 por agua, cuatro mil por la renta de un cuarto sin servicios y el resto para gastos diarios como pasajes, tortillas, pan y agua potable.

El calzado, la ropa, los estudios, las enfermedades o cualquier otra emergencia, quedan fuera del presupuesto de los hondureños. Ello, cuentan, les llevó a la desesperación. A unirse para salir en masa del país, un país gobernado por un hombre codicioso y dictatorial, que no ha tenido empacho en utilizar a su guardia militar para incluso, asesinar a adolescentes que critican en lo más mínimo, sus corruptelas.

La pobreza, junto con el desempleo y la persecución, han unido a miles de hondureños. En la caravana, no solo vienen pobres. Hombres y mujeres con una profesión, que antes del éxodo tenían un empleo más o menos bien remunerado, caminan junto a miles de pobres.

Anabella, de profesión economista, resume la crisis en una palabra: corrupción. “Mientras miles de hondureños mueren de hambre, el presidente Juan Orlando Hernández, vive como sultán —dice y agrega—: el 95 por ciento de los recursos públicos, son utilizados para bienestar de la familia presidencial y sus amigos y solo el 5 por ciento se destina a la asistencia social, que consiste en una canasta básica con media libra de frijol, media de arroz, media de azúcar, un cuarto de café, una bolsa de fideos de 25 gramos…”

Llama la atención que un alto porcentaje de los caminantes, son niños. Desde dos meses de nacidos, hasta 16 años; muchos de los adolescentes, no van acompañados de un adulto. Erik, es uno de ellos. Procedente de Tela, cuenta que dejó en su país a su madre enferma de diabetes y dos hermanas mayores, madres solteras, con dos hijos cada una.

Al esposo de una de ellas, la policía lo asesinó “porque lo confundieron” con un asaltante. Era el único sostén de la familia, que se quedó desamparada. Ahora él debe mantener a su madre, sus hermanas y sobrinos. No tuvo alternativa y se unió al éxodo, desde hace más de una semana. Flaco, demacrado, débil y con pocas esperanzas de llegar a los Estados Unidos, dice estar dispuesto a establecerse en México para poder enviar dinero a su familia.

Otro hombre, viaja con tres de sus cinco hijos, su esposa y una sobrina de 17 años. Asegura que más de la mitad de su familia, ha sido asesinada, ya por las maras, ya por la policía. A todos les han acusado de ser parte de pandillas rivales. Su sobrina, embarazada de cinco meses, ha tenido dos intentos de aborto durante el trayecto de San Pedro Sula a Tecún Umán.

La esperanza es lo que los mantiene vivos, aunque el temor, los doblega. La mayoría, se negó a inscribirse en las listas para solicitar asilo o una visa para ingresar a territorio mexicano. “Es para ficharnos y deportarnos”, argumentaron y se lanzaron al río para alcanzar suelo mexicano. Miles, lo hicieron en las tradicionales balsas que a diario, transportan contrabando a ambos lados de la frontera.

En los albergues, nadie sale ni entra, sin autorización. Están como presos. Muchos lograron salir y unirse a los miles que merodeaban el parque de Suchiate y más tarde, en el parque de Tapachula, donde pernoctaban, tras haber rechazado la ayuda gubernamental, luego de considerar que la estrategia es pulverizar la caravana y deportarlos de a poco.

Y tomaron una decisión: seguir caminando en territorio mexicano, de manera irregular. Sin un solo documento que los ampare y les abra la oportunidad de llegar a la frontera con USA y ser recibidos por un gobierno xenófobo y racista.

En eso, las autoridades mexicanas, se vieron ampliamente rebasadas. Entre la espada y la pared. Si retienen y expulsan a los miles de hondureños, desatarían un conflicto internacional y seguramente, una confrontación entre migrantes y policía. Habría, México, violado sus derechos humanos. Si deja que pasen, se enfrentaría a la ira de Donald Trump, que ha amenazado con militarizar su frontera y dar por terminado el TLC, hoy T-MEC.

La caravana, sin embargo, sigue. Para mañana, tienen planeado salir rumbo a Tonalá. De ahí, decidirán si viajan a Tuxtla Gutiérrez, o a Oaxaca.

La crisis humanitaria, es de grandes proporciones. Nunca antes se había visto un éxodo con esas características y de ese impacto social, a nivel internacional.

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