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Del mismo palo / La Feria

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Sr. López

 

El padre Carmelo era el párroco de Autlán de la Grana, Jalisco, allá por aquellos años, recién terminada la guerra cristera. La abuela Elena contaba que era un cura viejo, cerril, rústico, de cerrada ortodoxia, majadero y de mal aliento, acostumbrado a ser obedecido sin rechistar, que cada domingo en su homilía soltaba encendidas filípicas mandando a los reapretadísimos infiernos todo lo que oliera a gobierno, prohibiendo a sus “fieles” sacar acta de nacimiento de los hijos y celebrar bodas civiles ante los “enemigos de Dios”.

 

El pobre alcalde de entonces, un tal Marcelino, era un pusilánime al que el cura llamaba el “sapo del diablo”, porque efectivamente -decía la abuela-, parecía sapo (gordo, fofo, de cuello tan ancho como su cara, y boca inmensa), pero de “diablo”, nada, que temblaba con los infiernos que le prometían los sermones del padre Carmelo, por estar al servicio de “los nietos de Juárez”.

 

Un día, llegaron de Guadalajara unos tipos de parte del Gobernador, que en unos cuantos días rehabilitaron la vieja y abandonada escuela; poco después llegó un joven maestro y desde el púlpito el cura lanzó una catilinaria que dejó convencidos a todos los palurdos de su grey que demonio, escuela y maestro eran lo mismo.

 

A resultas de esa arenga, el lunes amaneció la escuela con la puerta clausurada con unos tablones mal clavados, el palacio municipal pintarrajeado con leyendas indignas de una letrina de cantina y el maestro, temblando en paños menores, amarrado a un árbol del jardín central, emplumado. La cosa se salía de madre.

 

En el pueblo, unos no estaban de acuerdo, otros sí; la mayoría nomás miraba, resignados a que los niños siguieran sin escuela. Lo que estaba fuera de discusión era que nadie le iba a plantar cara al párroco.

 

Alguien se encargó por compasión de ayudar al maestro, que estuvo en cama varios días, del susto y del ardor de pellejo al desplumarlo con lejía. Pero quedaron escuela clausurada y alcaldía pintarrajeada.

 

Al domingo siguiente estaba el padre Carmelo diciendo a su feligresía algo sobre la inmensa importancia de defender a Cristo Rey, cuando entró a la iglesia el tío Esteban (tío de la abuela), cosa que sorprendió a todo mundo, cura incluido, porque era un señor que nunca iba por ahí, completamente neutro respecto de las cosas de la iglesia.

 

Decía la abuela que su tío era un adinerado ranchero de casi dos metros de estatura, fuerte como una locomotora -decía que alzaba al semental a pulso para que montara a las vacas-, bravo como toro de lidia y de pocas palabras, que hacía sudar con la mirada a los bravucones más bragados de la región.

 

El cura suspendió su sermón cuando vio que sin quitarse el sombrero, el tío Esteban pausadamente, recorrió el pasillo central del templo lleno a reventar, hasta llegar al pie del presbiterio. Mudo siguió al verlo abrir la puertecita del barandal y acercarse al púlpito, y se puso verde al ver que subía por la escalerita de madera.

 

Sin decir buenas tardes -reía la abuela al contarlo-, tío Esteban agarró al párroco de una oreja, bajó con él, llevándolo de puntitas, hizo el camino de regreso saliendo del templo y así lo llevó hasta la escuela. Tras ellos salió toda la gente entre murmullos.

 

Con gran esfuerzo logró el cura arrancar a mano y uñas, las tablas que le habían clavado al portón… sin abrir el pico. Tímidos aplausos de unos cuantos.

 

Luego, otra vez y de la misma oreja, tío Esteban lo llevó hasta la alcaldía, donde lo esperaban cubetas y una brocha, lo soltó y le ordenó encalar las paredes. Tardó, se dejó sotana y vestiduras hechas una desgracia, pero no quedó ni rastro de las pintas anónimas. Alguien quiso ayudarlo pero un chasquido de boca de tío Esteban, esfumó al acomedido. Cuando terminó el cura, desfalleciente, rojo como tomate de la vergüenza, tío Esteban le dijo: -“Se acabó el cuento padrecito, aquí, de lo que pase, me responde usted”.

 

Decía la abuela que sí se acabó el cuento: los niños iban a clases y ya todos los sermones del padre Carmelo fueron siempre sobre asuntos de la más seráfica espiritualidad.

 

Lástima que estos cuentos de pueblo -del México de tan antes que ya se olvidó-, sean eso, cuentos. Lástima.

 

Anote la fecha: el martes 2 de enero de 2018, el Pejehová se comprometió en una “asamblea informativa” (antes, mitin), en Izamal, Yucatán, a terminar con la violencia en máximo tres años: “Yo voy a conseguir la paz, ese es mi compromiso, voy a conseguir la paz y voy a terminar con la guerra, no vamos a continuar con la misma estrategia que no ha dado resultados (…) A mitad del sexenio ya no hay guerra, y vamos ya a tener una situación totalmente distinta”. Así lo dijo.

 

No lo consiguió en la Ciudad de México cuando fue Jefe de Gobierno, pero para todo el país sí lo logrará. Está bien, prometer no empobrece, engañar tampoco. (Por cierto: en la CdMx por él fue la gigantesca “Marcha Blanca” -el 28 de junio de 2004-, para protestar por la inseguridad en la ciudad que gobernaba, marcha que él calificó como “marcha de pirrurris”).

 

Necio como debe ser un prócer, el Pejehová insiste en que estudiará la posible amnistía a la delincuencia organizada… pero ya topó con pared: Javier Sicilia (en carta abierta publicada en Proceso, en la que primero aclara al Peje que “amnistía” es olvido, hacer como que nada pasó, muy distinto al perdón al delincuente ya detenido y procesado), le pregunta: “¿Puedes pedirme olvido a mí y a los padres de los muchachos que fueron brutalmente asesinados junto con Juan Francisco, mi hijo; puedes pedirle olvido a su madre? O ¿quién coños te crees para pedírnoslo?”

 

Y de Javier Sicilia no podrá decir el Pejecutivo que está al servicio del gobierno ni que se presta a un complot. Tampoco podrá hacer como que no supo.

 

El Pejesús ya es una caricatura de sí mismo. Es como el mago que acaba creyendo que hace magia, momento en el que empieza a dejar notar el truco… y se fregó la magia. Que se cuide don Pejeremías porque es muy cierto lo de que “para que la cuña apriete ha de ser del mismo palo”.

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