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Andando / La Feria

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Sr. López

 

Se ignora si suceda en todo el mundo pero de un tiempo acá, se han ido imponiendo palabras y temas (lemas) que parecen sagrados, en los que resulta obligatorio coincidir sin chistar.

 

“Democracia” es uno de los favoritos de chicos y grandes. No hay régimen, así sea dictadura con Dictador o reino con Rey, que no acomode la palabra de algún modo en su autodescripción nacional. El Reino de España y el Reino Unido, son “monarquías parlamentarias”, que es decir “somos una democracia, va usted a creer…” (y sí son). China es la “República Popular de China” (y lo “popular”, ellos creen da un cierto aire democrático a su régimen de partido, con elecciones muy singulares y un Parlamento de tres mil representantes, aunque todo queda a la voluntad de 25 personas, frente a 71 millones de miembros del partido único y sus 3,000 diputados). Y también son democracias los gobiernos cubano y venezolano, claro que sí. En estos tiempos: la democracia o la nada.

 

“Derechos humanos”, es otra cosa que solo estando loco de camisa de fuerza, se atreve alguien a discutir. Son sagrados, aunque sean inventados.

 

Antes, cuando a nadie se le había ocurrido llamar así al respeto a la dignidad de la persona, a la recta aplicación de las leyes, la gente vivía igual que ahora, sujeta a los vaivenes de la fortuna, que a fin de cuentas eso es que los gobernantes, la autoridad o los jueces, se comporten decentemente.

 

Pero ahora resulta que por el solo hecho de ser persona y estar respirando, se tienen unos derechos universales (¿en serio?… ¿valen en todo el Universo?… ¡cosa más grande!), irrevocables, inalienables, intransmisibles, irrenunciables, atemporales e independientes del tipo de gobierno o condiciones de sexo, raza y todo, porque la idea es que todos somos iguales,  que es una vieja idea de la iglesia católica, que estorbaba a la “modernidad”, laica -a la mala- y con un tufillo afrancesado que no se ha podido quitar, urgida de colocar en el desván de los trebejos, el muy antiguo concepto de igualdad cristiano que daba el mismo valor a todos por ser “hijos de Dios” (aunque a la vista de algunos individuos, se puede exclamar: ¡qué hijitos tiene Dios!)

 

Los derechos humanos (que está muy bien se defiendan), se los inventaron al término de la Segunda Guerra Mundial, con muchos antecedentes históricos y jurídicos, ajustados con calzador a lo que quería doña Eleanor Roosevelt, viuda del respetadísimo por varias sólidas razones, presidente de ese apellido (Franklin, no Teodoro que fue un salvaje); dama necia -con las mejores intenciones-, en que la ONU (organización hecha a palos), emitiera una “Carta magna de la humanidad”, como se refería a la “Declaración Universal de los Derechos Humanos de las Naciones Unidas”, que no fue nunca, a la fecha, “universal” (no firmaron ni la URSS, ni los países árabes, y que ha ido necesitando conseguir la firma de tratados y acuerdos, uno tras otro, para intentar lograr que todos los países se comprometan a respetar la dignidad de todos). Está bien pero es cuento, empezando por los EUA, país que sufre de un extraño complejo de superioridad democrática y de respeto a los derechos, siendo que sus leyes permiten la detención sin cargos ni expediente abierto, la encarcelación secreta y la tortura (así, a lo pelón, con manuales y toda la cosa). 

 

En nuestra risueña patria estuvimos sin derechos humanos muchísimos años, y nos hubiera bastado (nos bastaba), con que la autoridad respetara nuestras garantías individuales. Pero en fin, ahora tenemos derechos humanos, sagrados e indiscutibles, que no hacen daño, aunque algunos exaltados los lleven a extremos que sí hacen daño (a menos que usted se abanique con la liberación de delincuentes temibles, “por faltas a sus derechos humanos” –o al “debido proceso”-, en el momento de su detención o proceso judicial); y vale insistir: claro que hay que respetar los derechos humanos, porque hay que respetar a la persona, a toda persona, y ya luego encontraremos la razón, que los sabios aun discuten.

 

Viene esto a cuento de los “derechos de los migrantes”. ¿De veras?… ¡claro que sí!, no estamos hablando de aves migratorias, sino de personas que se desplazan, con o sin papeles en regla, huyendo situaciones caóticas, dramáticas, de alto riesgo… ¡ah, bueno!… pero ¿derecho a meterse en casa ajena?

 

Es obvio que aun el más burdo sentido humanitario, hace evidente la bondad de auxiliar personas cuyas vidas peligran en otro territorio. Pero, igual que casi todo, con medida: ¿de veras tienen derecho todos los seres humanos a cambiar de país, sin papeles ni nada, por el solo hecho de ser personas?… bueno, pues a ver qué hacemos si huyendo del régimen comunista, se vienen de China unos 60 millones de honorables chinos. ¿Los vamos a recibir?… ¿sí?… ¡qué bueno!, porque tienen otros 60 millones listos a emprender la marcha. Chulada.

 

México está atrapado. Más nos vale hacer como que sí, porque tenemos millones de tenochcas, aprendiendo inglés a escondidas en los EUA. Ni modo.

 

Pero, quede claro: no es un derecho meterse en casa ajena. Está mejor que bien y es laudable que alguien dé cobijo, asista, alimente y cure a un pobre desgraciado que se encontró muriendo de hambre en la calle… pero no porque esa persona tenga derecho a meterse en la casa de ese buen samaritano. Derecho no es.

 

Y otra cosa que -disculpe usted-, hay que mencionar: tras las caravanas de migrantes (aquí y en el norte de África), hay toda una estructura de organizaciones civiles, ONGs, con intenciones por determinar. La organización espontánea de las personas es un imposible somático. Jamás ha pasado. Jamás pasará. Siempre hay quien propone, guía, organiza.

 

Por lo pronto y a reserva de que nuestras autoridades sigan atendiendo con la mayor dignidad posible a los que busquen refugio en nuestra patria, se propone que todos los “líderes sociales” que exigen se respeten los derechos de los migrantes, reciban, cada uno, cuatro familias de migrantes en sus casas. A caminar se enseña andando.

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