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¡Ah, nuestro Congreso! / La Feria

¡Ah, nuestro Congreso! / La Feria
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Sr. López

 

Bueno, ya en serio, sin exaltarse nadie: la historia de México es un continuo retorno a nuestros antecedentes menos presentables.

 

De Antonio López de Santa Anna y las diez veces que fue presidente, a Benito Juárez y sus 14 años montado en La Silla, pasando por los 27 y pico años que don Porfirio fue presidente (que lo fue tres veces), hasta los 71 años continuos de PRI en sus distintas denominaciones, ahora contemplamos con mirada firme el renacimiento del más viejo PRI, sin saber si va a durar un sexenio ó 12 en el poder. Total, costumbre tenemos.

 

Ahora que también hace aire por el lado del Congreso… nuestro Congreso siempre tan digno… el que aprobó que Iturbide fuera Emperador y en 1853 que Santa Anna fuera dictador vitalicio con trato de Alteza Serenísima. Nuestro Congreso.

 

Nuestro Congreso, el que aprobó el 18 de febrero de 1848 (48 votos a favor y 37 en contra), la VENTA a los EUA de California, Nuevo México, Nevada, Texas, Utah, partes de Arizona, Colorado, Wyoming, Kansas y Oklahoma, más de la mitad del territorio (Tratados de Guadalupe-Hidalgo, firmados el 2 de febrero de 1848).

 

El antecedente es que estábamos invadidos por los EUA pero el presidente de allá, James Polk, ya quería hacer la paz, con sus condiciones (por supuesto), y a eso mandó al funcionario de más alto rango después de James Buchanan, jefe del Departamento de Estado, un tal Nicholas Trist.

 

El Trist vino y se puso a chambear pero algo le picó a Polk y lo corrió (feo, sin explicaciones). Trist supo que estaba desempleado el 16 de noviembre de 1847, pero siguió con las pláticas hasta que obtuvo el fétido Tratado de Guadalupe Hidalgo (el 2 de febrero de 1848, no se le olvide). El adornito de este pastel de materia fecal, es que los mexicanos negociaron con Trist, sabiendo que estaba despedido, que no representaba nada, que no tenía facultades, que no valía su firma, pero tenían prisa disque por miedo a que les mandaran un negociador más duro (!).

 

El Tratado lo recibió el presidente Polk. Montó en cólera. Desmontó. Se lo mandó al Senado: se enchilaron porque Trist no tenía facultades, se calmaron y  lo aprobaron el 10 de marzo de 1848, con 38 votos a favor, catorce en contra y cuatro abstenciones, después de hacerle los cambios que les pegó la gana (especialmente, dejaron desprotegidos a los mexicanos que vivían en lo que ya no sería su país sino de los EUA): los echaron a patadas, les robaron sus propiedades. Chulito.

 

El día después la aprobación del Tratado, Valentín Gómez Farías (líder del partido de los federalistas puros, que estaban en minoría frente a los llamados “moderados”, en su mayoría a favor de la pérdida-venta del territorio porque según ellos nos salvaban de perder todo el país… sí cómo no: era imposible por extensión y población), escribió a  sus hijos:

 

“Ayer se ha aprobado el ignominioso tratado de paz por cuarenta y ocho votos contra treinta y seis y debiendo pasar de la discusión en lo general a la de cada uno de los artículos, no se hizo así, porque se aprobó contra toda regla que no se debía descender a ésta. El reglamento y la práctica se han hollado escandalosamente. En los  mismos  Estados Unidos se han discutido los  artículos en lo particular, pero no hay leyes ni ejemplos que valgan, nuestros diputados han tomado con obstinación el camino de la perdición, y es trabajo en vano querer separarlos de él. En el Senado se aprobará el dicho tratado de la misma manera y con más celeridad y así es que la obra de perfidia quedará consumada”.

 

Y efectivamente, el Senado recibió el documento el día 20 de mayo de 1848 y a las volandas lo aprobó el mismo día (¡total!), con 33 votos a favor y 4 en contra. Si le parece un desfiguro, entérese que la cosa es peor:

 

El que escribió una carta en la que decía que le daba asco el Tratado fue ¡Trist!, quien le puso una carta a su familia diciendo: “Si esos mexicanos hubieran podido leer en mi corazón aquel momento, se hubieran percatado que mi sentimiento de vergüenza como americano era más profundo que el suyo como mexicanos Aunque no podía decirlo entonces, era una cosa de la que todo bien intencionado americano estaría avergonzado y yo lo estaba intensamente”. Y el expresidente  John Quincy Adams, poquito antes de morir tuvo tiempo de escribir de la intervención yanqui en México: “guerra en extremo indignante”. Otro que tenía las ideas claras, Ulysses S. Grant, que llegó a presidente y participó en la invasión a México, escribió que lamentaba no haber tenido el “coraje moral para renunciar (…) considero la guerra de Estados Unidos contra México como una de las más injustas que jamás haya librado una nación fuerte contra una más débil”. También Robert E. Lee, que luego fue un general confederado, y le entró a los balazos de Veracruz hasta la Ciudad de México, le escribió a su esposa: “mi corazón sangra por los habitantes”.

 

Y ya en estas, sépase lo que dijo Abraham Lincoln en la Cámara de Representantes de los EUA, en 1848: “El presidente (Polk) se queda corto para probar la justificación de la invasión (a México) y habría procedido con sus pruebas, de no ser porque la verdad no se lo permite”; y como no se andaba con chiquitas don Abraham, también dijo que el ataque a México de Polk fue premeditado y sin respeto por las fuerzas armadas de su país remató que gracias a esa agresión “una banda de asesinos y demonios del infierno se permitieron dar muerte a hombres, mujeres y niños”.

 

Bueno… pero nuestro Congreso le dio valor legal de venta a lo que era un despojo a punta de pistola. Y nuestro Congreso no solo vendió más de la mitad del país, sino que lo vendió a plazos: el precio acordado fue de 15 millones de dólares (Roa Bárcena, “Recuerdos de la Invasión Norteamericana”), de enganche 3 millones al momento de ratificación del Tratado (Artículo XII); el resto, en anualidades de 3 cada una (con el 6% de interés). Y es por eso que no podemos ni pedir una pequeña compensación: vendimos, por decisión de nuestro Congreso.

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